Solo ya en su casa, León comenzó a darle vueltas a lo sucedido en el día. Demasiados acontecimientos para lo que él deseaba: tranquilidad y dejar pasar el tiempo. Lo cierto es que Alfonso, desde su llegada, había trastocado su vida. Amalia, incluso, le había revolucionado el alma que ya creía adormecida a los sobresaltos del deseo. ¿O no era deseo lo que había sentido ‑y aún sentía‑ por ella? Los safistas de Portacoeli habían puesto a la puerta del bar la algarabía de la jubilación y el chisporroteo de los recuerdos del internado. Con todo, ya en el salón, sin haberse echado siquiera en la cama, descalzo y con los pies en la mesita baja, se quedó traspuesto.