Un puñado de nubes, 63

01-07-2011.

Solo ya en su casa, León comenzó a darle vueltas a lo sucedido en el día. Demasiados acontecimientos para lo que él deseaba: tranquilidad y dejar pasar el tiempo. Lo cierto es que Alfonso, desde su llegada, había trastocado su vida. Amalia, incluso, le había revolucionado el alma que ya creía adormecida a los sobresaltos del deseo. ¿O no era deseo lo que había sentido ‑y aún sentía‑ por ella? Los safistas de Portacoeli habían puesto a la puerta del bar la algarabía de la jubilación y el chisporroteo de los recuerdos del internado. Con todo, ya en el salón, sin haberse echado siquiera en la cama, descalzo y con los pies en la mesita baja, se quedó traspuesto.

La luz blanca del alba transparentó los visillos. Entre sueños, escuchó el móvil. León se sobresaltó.

—Oye, León, que estamos hechos una mierda —dijo una voz quejumbrosa al otro lado del teléfono—.

—¿Quién eres?

—Manolo Ballesta. Aquí estamos algunos de los que estuvimos contigo y con Alfonso ayer tarde.

—¿Estáis dónde?
—En urgencias del Macarena.

—Joder, ¿qué os ha pasado? ¿Habéis tenido algún accidente?

—Un ataque de cuernos, eso es lo que tenemos, tío: un cuadro clínico de vómitos y diarreas. Los caracoles. Estamos arrojando cuernos por todas partes. Tenían que estar en malas condiciones. Avísale al del bar que los tire, no vaya a ser peor.

—¿Pero estáis mejor?

—Estamos deshidratados, así que suero, suero, y suero.

—Si parecían estupendos.
—Tú como apenas los probaste…

—No os preocupéis, que me pongo en contacto con Indalecio y se lo advierto. Ah, por favor, no vayáis a denunciarlo. Le puede caer una… A ver si podemos arreglarlo de buenas maneras.

—No queremos meternos en jaleo. Esperamos que todo quede en el susto.

—Bueno, te llamo más tarde a ver cómo va la cosa. Dale un abrazo a la gente.

León pensaba que, desde que aparecieron en escenas los indignados safistas, las cosas se habían complicado más. Fue a la cocina y se preparó, por si acaso, una infusión de menta poleo bien cargada, para rehacerse el estómago. La verdad es que no le preocupaba tanto la colitis de los safistas como el estado físico y anímico de Alfonso. La doble dosis de cocaína, que lo dejó sumido en un amodorramiento profundo y lelo, le pareció excesiva. Alfonso tenía que cuidarse y procurar una cura de desintoxicación. Tal vez, en alguna clínica suiza de las que él conocía. Si seguía por ese camino, iba a durar bien poco. Además, las secuelas de la paliza de los mafiosos lo habían dejado maltrecho. Y, menos mal que su hijo Juan había, por fin, embarcado a Rosalva para Lima y le había llamado para decirle que «Todo resuelto. El pájaro en su jaula», y que él regresaba de inmediato.

León no se extrañó de los aspavientos de Indalecio, cuando le dijo que debía deshacerse de los caracoles.

—Pero, don León, si me han costado un huevo.

—Si es de los tuyos, seguro que de rebaja.

—Se los compré a un tío de Lebrija, dijo que era. Cogíos del campo.

—Sería el año pasado.
—Veinte euros la red, y regateándole.

—A ti sí que te regateó y te metió un gol por toda la escuadra.

—¡Joder! Cuando se lo diga a Amalia…

—A ella, ni pío. Lo que hizo fue guisarlos y muy bien. Esperemos que mis amigos no sufran complicaciones. Son mayores y puede ocurrir cualquier cosa.

Indalecio quedó cariacontecido. No levantaba los ojos ni para mirar a los pocos clientes de la mañana. Podía venírsele todo abajo si Sanidad le cerraba el bar.

León fue a visitar a Alfonso para proponerle un plan. Se acercaba el verano. Él se iría, como de costumbre, al apartamento de la playa. Esperaría a que su hija Tere y los niños se incorporaran tan pronto como a su yerno le dieran las vacaciones. Sevilla es insoportable durante el verano. Y Alfonso debería aprovechar también julio y agosto para desaparecer de Sevilla, por seguridad y por su propia salud. Pero convencerlo le parecía difícil. Por eso se extrañó de la receptibilidad de Alfonso aquel mediodía.

—Llevas razón. Debería desaparecer de Sevilla durante una temporada. Y este verano, mejor que mejor. El calor me mataría. No estoy acostumbrado. Podría irme a Puerto Banús, alquilar un buen apartamento y darme la gran vida…

—No me parece segura la Costa de Sol; sobre todo para ti. La mafia rusa está allí instalada y seguro que podrían dar contigo.

—¿Qué me aconsejas?
León dudó:

—¿Por qué no Suiza? Tú la conoces bien. Un chalé en la montaña, aislado, tranquilo…

—Escondido…
—Pues sí, llámalo así.

—Tal vez tengas razón. Tal vez en Davos. ¿La conoces?

—Perfectamente —bromeó León—.
—No me digas…

—Pasé allí una temporada ‑en La montaña mágica‑ con Thomas Mann, en el sanatorio antituberculoso.

—Ah, sí, es cierto. Allí se desarrolla esa novela. Pero es también el centro de reuniones de los gerifaltes de la economía mundial.

—Pues ya está. Pasas allí el verano y con eso te desintoxicas y recuperas un poco tus fuerzas.

—No está mal la idea. Sé que allí hay un médico chino con una clínica especializada en toda clase de tratamientos antidrogas: usa métodos ancestrales chinos…

—Pues ya sabes. Este verano, tú a Boston y yo a California. Es decir: tú a la montaña de Davos con el chino y yo a la playa con mi hija y mis nietos. Echamos el telón hasta septiembre y en septiembre nos volvemos a encontrar en el mismo sitio y a la misma hora.

—No es mala idea.

—Pues anda, vámonos a comer a buen restaurante. Pagas tú.

—Qué jodío eres.

—No tanto como tú.

Alfonso y León salieron del palacete agarrados del brazo.

 
***

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