Un puñado de nubes, 61

27-06-2011.

Mientras Alfonso volvía del servicio y retomaba su asiento, la cara de Indalecio mostraba, desde el otro lado de la barra, una satisfacción nunca exhibida contemplando cómo el grupo de compañeros safistas saboreaban los caracoles que con tanta presteza había preparado Amalia y que con igual prestancia les había servido. La expresión de los amigos mostraba un alborozo debido no sólo a la rememoración de sabrosas anécdotas safistas, sino, probablemente también, a la cantidad de cervezas consumidas.

De las indignadas protestas por el agravio de los autores de las Nubes y de las enmohecidos recuerdos del tiempo de la Safa, las conversaciones derivaron hacia la renacida rivalidad entre el Sevilla y el Betis por haber accedido éste a la categoría máxima. Entre chupetón de caracol y sorbo de cerveza, se hablaba de fichajes y de abandonos; más de uno se comprometió a hacer el camino del Rocío, si su equipo ganaba en la próxima temporada, si no el Campeonato al menos la Copa del Rey. Se brindó repetidas veces por el éxito de un equipo y la debacle del otro, y hasta hubo vítores a la Safa y a la Virgen del Rocío. Alguien, incluso, empezó a entonar el himno de la Safa, pero lo hizo de manera tan desafinada que el entusiasmo inicial sólo duró media docena de compases desgañitados. Finalmente, la cháchara desembocó en el inquieto mar de las dolencias y achaques, con su lote de pastillas reguladoras de la tensión, el colesterol y la densidad de la sangre; los dolores de manos, brazos, piernas y espalda provocados por las múltiples artrosis y reúmas; las hernias de un sitio u otro; abombado el cuello y adiposo el vientre; las miopías que disminuyen y las cataratas que aumentan, para terminar refiriendo las constantes peleas con la mujer por el desmesurado volumen de la tele. Sin contar los inconvenientes de la cuarteada dentadura y los apuros de las ardientes hemorroides. Y en el concurso del «Yo más que tú», como si se tratase de trofeos de batallas, a punto estuvieron algunos de desabrocharse la camisa o de bajarse los pantalones para mostrar zurcidos y remiendos, como resultado de dolorosas operaciones. Todos coincidían, sin embargo, en la alegría de los nietos y en la intranquilidad por el desempleo de los hijos. Y todos bajaban la mirada, cuando alguien aludía a la reciente desaparición de un compañero safista. Resurgían entonces animosas anécdotas en torno a su figura, impregnadas ahora de melancolía.

—Es la vida —dijo uno; y, con un toque metafísico, añadió—. Todos estamos en una sala de espera…

—Y que no sabes el día ni la hora —repuso otro, con aire evangelista—.

—Pues comamos y bebamos, que mañana moriremos —rebotó otro, alzando su copa con actitud romana—.

—Eso, eso: ¡carpe diem, carpe diem! —casi gritó Garrido Corchero, que recordaba algunos latinajos de los jesuitas—.


 

Y a punto estuvo Manolo Ballesta de entonar el Gaudeamus igitur; pero se dio cuenta a tiempo de que el iuvenes dum sumus no se ajustaba a la circunstancia. Aunque León, encarrilado por el entusiasmo de las citas, se levantó de su asiento y, mirando con solemnidad a Amalia, recitó aquello de:

Coged de vuestra alegre primavera
el dulce fruto, antes que el tiempo airado
cubra de nieve la hermosa cumbre.
Marchitará la rosa el viento helado,
todo lo mudará la edad ligera
por no hacer mudanza en su costumbre
.

Hubo un instante de silencio, consentido incluso por los clientes que, por un momento, dejaron de jugar al tute. Todas las miradas confluyeron en León. Fue como si una fina brisa se deslizara delicadamente por el espeso ambiente del bar La Luna.

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