Un puñado de nubes, 60

24-06-2011.

Amalia había estado atenta al grupo de viejos compañeros, que se apiñaban en las mesas con una especie de alegría infantil que les iluminaba el rostro. «Son como niños», pensó. «Se creen que están en el patio del internado». Se sonrió. Desde la cocinilla no les perdía ojo. No eran vulgares. Eran viejos, sí; pero en ellos había algo especial. Contaban anécdotas de otros tiempos, como los pensionistas del Hogar; alardeaban, manoteaban, tosían por la edad y el tabaco de tantos años, pero tenían un “algo especial”.

Estaba bien a las claras que Alfonso y León parecían más… más “finos”; pero ése, al que llamaban Ballesta, no estaba mal tampoco. Tuvo que ser un conquistador en su tiempo: se le notaba en el aire del cuerpo. Aquel grupo estaba tocado. Tocado por la gracia de, ¿cómo decían ellos?, ¿la Safa? «¿Qué coño sería eso de la Safa?», cavilaba Amalia. Parecía el nombre de una fábrica de algo o de una sociedad secreta.

Varias veces se cruzaron las miradas de León con las de Amalia. Él desconocía que ella había estado yendo días atrás a La Luna, sin avisarle, solo para verlo. Pero había sido en vano. El propio Indalecio le dijo bien claro:

—Ese par de pájaros anda volando por otros aires. Son dos pajarracos de mucho cuidado. Tenga cuidado, señora. Ese don Alfonso ha alterado a don León. Don León antes no era así, qué va. Dónde iba a parar.

—Son buena gente.
—No se fíe, señora, de la buena gente.

—Por favor, llámame Amalia; eso de «señora» me suena a telenovela o a tratamiento del año catapún.

—Bien, Amalia, ¿los va a esperar?

Amalia no le respondió a la pregunta, pero se atrevió a hacerle otra, tan espontánea e impensable que hasta ella misma se sorprendió al oírla de sus labios:

—¿No necesitas a nadie que te eche una mano? ¿Qué te digo yo? Que atienda la cocina, que prepare algunas tapas para atraer nuevos clientes, que haga un buen fregao ahí detrás, que bien que lo necesita… Yo misma, si nos entendiéramos…

—¿En qué teníamos que entendernos?

Amalia se frotó el pulgar con el índice para indicar “dinero”.

—¿Dinero? Estoy más tieso que la mojama.

—Vamos a ver, Indalecio, hay que ser valiente. Mira, vamos a sentarnos y a hablar.

Amalia le propuso acudir todos los días a echar unas horas: desde las cinco de la tarde a las diez de la noche. Que le pagara por horas; que no tenía que darle de alta, porque ella tenía su pensión, muy escasa; pero, con esos eurillos extras, podría recuperarse. A ella se le daba muy bien preparar los caracoles, las espinacas con garbanzos, los revueltos de tagarninas: cosas sencillitas que atrajeran a la gente. Los domingos podría preparar un arroz, por ejemplo, y de diario unos montaditos de melva o de roque con palometa.

—Es cuestión de probar. ¿No te parece, Indalecio?

—Todo eso está muy bonito sobre el papel.

—Y sobre la mesa, Indalecio. Mira, yo soy más valiente que tú. Tenme a prueba durante un mes: si no funciona, no cobro nada; si va bien la cosa, seguimos adelante.

Indalecio se quedó sorprendido de ver la gracia natural con que se explicaba Amalia, el sentido de la responsabilidad de que hacía gala y el reposado dominio que demostraba. Le gustó que, además de ser alegre, se comportara con tanta sencillez, con tanta discreción que, ni siquiera perdió la compostura cuando él le dijo que «Una cosa es decir y otra hacer». Pero, por encima de todo, le gustó que, a pesar del tiempo y de las aflicciones acumuladas, Amalia era aún una mujer bella; una mujer que se resistía a envejecer.

Amalia estaba decidida. Ella misma se extrañaba de su desenvoltura. Desde que dio el paso adelante para ir al programa de Canal Sur y encontrarse con León y luego con Alfonso, hacía cosas inimaginables antes, se sentía más segura, más dispuesta, más… joven. Además, Indalecio le caía bien. Un tipo charlatán y tan inocentón que sus pensamientos eran perfectamente visibles como expuestos a la luz del día.

Amalia no había aún desechado la idea de llegar a “algo” con León; con Alfonso no. León era más “natural”; Alfonso más “raro”. «Cosa del dinero», pensaba. Indalecio le había dicho que Alfonso tenía de pensión al mes lo que un maestro ganaba en un año.

—Eso no puede ser. Nadie puede tener una pensión tan…

—En Suiza, sí.

—Pues yo conozco a gentes de mi pueblo que estuvieron trabajando en Suiza y sí, se hicieron una casa, pusieron una tienda, pero la pensión…

—Es que don Alfonso era un alto ejecutivo de la Nestlé.

Y quedaron en llevar a cabo la prueba. Ahora, Amalia, mientras el grupo de antiguos camaradas seguía dando buena cuenta de un nuevo plato de chacina, preparó unos bols de caracoles para servirlos.

***

Deja una respuesta