Un puñado de nubes, 62

29-06-2011.

Como despertando de un encantamiento, Amalia, siempre sonriente, se disponía a recoger los bols vacíos de los caracoles, cuando uno de los safistas se dirigió a Indalecio, quien, con los codos apoyados en la barra y la barbilla sobre los puños, contemplaba la escena regocijado:

—Vaya perla que tiene usted, señor Indalecio —le dijo señalando a Amalia—; en el servicio y en la cocina. Se lo digo yo, que mi señora es una experta en esto de los caracoles y tengo ya muchos entre pecho y espalda. Es que hasta se merece un aplauso.

Todos esbozaron un tímido palmoteo, que sonrojó a Amalia, mientras que el que lo propuso oyó que el compañero de al lado le susurraba:

—Mira que eres bruto. ¿No ves que has dado pie a que alguien te suelte un párrafo de mal gusto? Creo que te estás pasando con la cerveza…

El otro, cuyo nombre no viene al caso, poniendo cara de ausente, introdujo dos dedos en su cuenco como si fueran una pinza, atrapó un caracol, se lo llevó a los labios y, cerrando los ojos, succionó con maestría el bichejo que, cobijado en su estrecho y espiral habitáculo de fina concha, apenas asomaba su viscosa y brillante cabecilla, adornada con nimia cornamenta. El sorbito fue sordo y rápido. El mismo sonsonete se iba repitiendo de boca en boca safista.

Al cabo, el bullicio se fue apagando poco a poco. Pensaron que ya iba siendo hora de marcharse y se fueron levantando uno tras otro. Luego, recogieron las pancartas que reposaban en el paragüero y las fueron enrollando.

—No os preocupéis por la factura —les decía León, dando y recibiendo palmadas de despedida en el hombro—. Os invitamos nosotros. En cuanto Alfonso se reponga del percance, organizaremos una comida en su palacete para celebrar el primer aniversario de su retorno a España.

Cuando salían, León llamó con la mano a Manolo Ballesta y le ronroneó al oído:

—No me extrañaría que lo de hoy saliera en las Nubes de la página web safista, porque ahí donde lo tienes —y señaló a Indalecio— con su aire de mosquita muerta, sospecho que conoce al autor Manuel Jurado y que le cuenta todo lo que ocurre aquí.

—Bueno —respondió Ballesta, mirando de reojo a Indalecio—, pues cuando organicéis el guateque en casa de Alfonso, invitáis a Manolo Jurado y le diremos un par de verdades. Hasta entonces, y muchas gracias por todo.

Cuando terminaron de salir, León lanzó un suspiro de alivio. Indalecio, feliz, se frotaba las manos. Amalia, divertida y satisfecha, retiraba los últimos vasos y limpiaba las mesas con un trapillo húmedo. Alfonso volvió a sentarse, puso los codos sobre la mesa y la cabeza entre las manos. No podía con su alma. «León, por favor, llévame a un otorrino o al hospital».

Media hora después, Alfonso estaba en las urgencias del hospital Virgen del Rocío y, tres horas más tarde, entraba en su habitación de la mano de su amigo León.

—Abre el armario y mira en los bolsillos de unos pantalones oscuros que están colgados a la derecha —le dijo a León con la voz un tanto aturdida—. Encontrarás un pequeño sobre. En él están las últimas dosis de cocaína que me quedan. Tengo que descansar y dormir durante muchas horas. Lo necesito. Tú vete a tu casa. Mañana, cuando despierte, te llamo al móvil y solucionaremos lo que queda por hacer.

Estaba anocheciendo, cuando León cerraba la verja del palacete. Lo hizo con gesto nervioso. No le pareció bien que Alfonso hubiera tomado una dosis tan fuerte. Tendido en la cama, con la frente hacia el techo, Alfonso estaba ya profundamente dormido.

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