Recuerdos de la SAFA: Los ejercicios espirituales II
Tras mi primer año en la SAFA de Riotinto, donde conocí la enseñanza intensiva de la religión pero sin que dejase mucha huella en mis neuronas, llegué a Úbeda y me sorprendió la enorme presencia de la práctica religiosa: misa diaria en ayunas, incluyendo confesión y eucaristía, sabatinas, vía crucis, rosarios, mes de María, adoración del Santísimo, ejercicios espirituales, etc.
Quizás lo que más me impactó fue esto último, los ejercicios espirituales, que solían hacerse a mediados de curso, durante la Cuaresma, y que ya nos habían explicado que eran una creación del fundador de la orden, San Ignacio de Loyola. Consistían en tres o cuatro días sin clase, que comenzaban con un toque que imponía el absoluto silencio: desde el primer minuto, al levantarnos, estaba prohibido hablar. Pronto vimos que era imposible respetar esa norma, siempre se nos escapaba una frase al compañero, una palabra al de al lado. Si te pillaban, reprensión (salvo si era Don Eduardo, que te daba un cosqui con el pico del silbato en la coronilla) y hasta castigo gordo si reincidías.
En vez de clases, una charla a cargo de un cura que traían de fuera. El tono era apocalíptico, el orador gesticulaba, subía y bajaba el timbre y el volumen, descendía de la tarima hasta rozar con su dedo índice la cara de alguno de nosotros, se desplazaba al final del aula y se quedaba en silencio a ver quién se volvía y quién hablaba… Nos decía que el demonio siempre estaba alerta, pues nuestra juventud pecadora era proclive a caer en sus garras, que las tentaciones de la carne nos acechaban en cada esquina y los fuegos del infierno devorarían nuestros cuerpos por toda una eternidad, y que sólo la oración y el sacrificio nos salvarían. Después, venía un tiempo de meditación, en absoluto silencio, en nuestros puestos. Sentados, con los brazos cruzados al frente, clavando la vista en el pupitre. Yo aprovechaba para descifrar las marcas de quienes me antecedieron en su uso, las fechas grabadas, y hasta algún mensaje a una novia del pueblo. Al poco, todos nos mirábamos unos a otros de reojo y luego mirábamos a ver si el cura nos miraba. Aquello era enervante. Una hora eterna.
Luego, venía otro cura y empezaba otra charla, más meliflua, incitándonos a dedicar nuestras almas a Dios y orientar nuestras vidas a la salvación eterna propia y de nuestra familia. Si te dejabas llevar por este flujo emocional, el cura te llevaba al despacho que había al fondo a la derecha y te sondeaba a solas sobre tu posible vocación religiosa. Y si le dabas a pie a pensar que algo de eso había, ya tenías la semana cubierta, pues el cura no soltaba presa, y si te descuidabas te hacía la ficha de ingreso en el Seminario.
Las charlas se interrumpían para el rezo del rosario en común de todos los alumnos en la capilla. Y antes de volver a nuestras aulas, se terminaba con la lectura de unos pasajes de los Evangelios y una breve admonición del Padre Prefecto o de alguno de los Padres Espirituales. De entre todos ellos, a nosotros nos gustaba cómo hablaba el Padre Mendoza, con su voz bien timbrada, con su tono suave, su dicción clara y su discurso afectuoso, que nos daba ánimo y no miedo, convicción y no temor. Años después seguía siendo una persona a quien te podías acercar sin reticencias, y que te atendía con solicitud.
En mi segundo año en la SAFA de Úbeda nos enteramos que los ejercicios espirituales ya no eran obligatorios para los de la primera división, es decir, los mayores. Los pequeños, hala, a seguir disfrutándolos.
A nosotros y los demás cursos de Oficialía ese año nos llevaron a una Casa de Ejercicios que había en La Yedra, una pedanía de Rus, en la carretera de Linares. El sitio era muy agradable, una vaguada fresca y arbolada, con unos edificios encalados y una capilla pequeña.
Recuerdo con agrado los menús de las comidas (mucho mejores que los nuestros del Colegio) y con pavor el tono de los oradores, que no eran de la SAFA, sino de otra orden, y en particular uno con un hábito blanco y negro, que nos condenó a todos a perecer hasta la consumación de los siglos en las calderas de Pedro Botero. Era alto, muy delgado, con unas antiparras en la punta de su larga nariz, el cráneo tonsurado y un círculo de pelos blanquecinos y alborotados, que se agitaban al gesticular con su cabeza. Tenía unas manos huesudas, con manchas oscuras en el dorso y unos dedos como palillos de tambor, largos y artríticos. Nos metió el miedo en el cuerpo, asociando cualquier cosa que hiciésemos o pensásemos con un pecado nefando. Y como no podíamos hablar ni siquiera con nuestro tutor, nos fuimos a la cama con imágenes de diablos verdosos y rabilargos revoloteando sobre nuestras camas. (Muchos años después ví el mural del Juicio Final en el Duomo de San Gimignano, precioso pueblo medieval de la Toscana. Y recordé vívidamente las predicaciones de los Ejercicios Espirituales)
Nos insistían mucho en lo de la meditación, que para nosotros era de lo más aburrido: tenías que estar sentado, sin poder moverte, ni hablar, ni leer un libro, ni escribir nada. ¿Qué es no hacer nada? Pues eso, nada en absoluto. Y aunque pueda parecer un chollo, era un peñazo. Al terminar los ejercicios, en la caminata de vuelta al colegio, comentábamos en grupo qué había hecho cada cual en esas largas horas. La mayoría dijimos que simplemente divagábamos o pensábamos en las próximas vacaciones. Y mi paisano Guille, de un curso superior al mío, que tenía un coco privilegiado para las Matemáticas, va y nos suelta:
– Pues yo me puse a meditar sobre los cuadrados
– ¿Qué cuadrados?
– Pues los cuadrados de los números. Mirad:
2 al cuadrado = 4
3 al cuadrado = 9
4 al cuadrado = 16
5 al cuadrado = 25…”
– Vale, vale, ¿y qué?
– Pues me pregunté: ¿seguirá la diferencia de cuadrados alguna serie? Y empecé a comprobar:
9 – 4 = 5
16 – 9 = 7
25 – 16 = 9
36 – 25 = 11
¡Joder, parece que sí! 5, 7, 9, 11… suma 2 cada vez.
– Pues vaya descubrimiento… dijimos.
– Esperad, que seguí con los números superiores a 10:
11 al cuadrado = 121
12 al cuadrado = 144
13 al cuadrado= 169
¡Y sigue igual!:
144 – 121 = 23
169 – 144 = 25…
Lo miramos como quien mira a un marciano, y nos preguntábamos si los ejercicios espirituales y las prédicas del cura de sotana albinegra no le habrían reblandecido los sesos. Así que lo dejamos, pero él seguía erre que erre:
– Y entonces me puse a investigar el motivo: en realidad es muy simple. Si haces un cuadrado de 10x10cm = 100. Le sumas 1 cm por cada lado y entonces tienes un cuadrado de 11×11. El área será igual al área anterior más 1, o sea, 121. Este 1 hay que sumarlo porque no lo contábamos (es la esquinita de arriba). Y el siguiente será lo mismo…
Ahí ya todos le perdimos el hilo y cambiamos de tema mientras caminábamos por el margen de la carretera. Yo me retrasé hasta juntarme con Manolo y mi paisano Antonio aceleró y se unió a un compañero de Villacarrillo, cuando ya enfilábamos todos la loma hacia el colegio. Ya veíamos la carretera de Jódar, y tras ella la tapia de piedra de las Escuelas.
Afortunadamente, Guille pasó esta fase, se olvidó de las meditaciones y siguió siendo un alumno brillante y un amigo dicharachero. Pero tuvo que aguantarnos durante años las bromas de su genial teoría de los cuadrados…
(Continuará…)
Recuerdos de la SAFA – 43: Los ejercicios espirituales (III)
Me encanta, José Luis, tu manera de escribir, limpia, clara, divertida, inteligente, realista… sigue, sigue…
Gracias, Antonio! Me alegro muchísimo de verte por estas páginas. A ver si nos honras con algún escrito… Un abrazo.
De los ejercicios espirituales, aparte de ser un peñazo, recuerdo la hora del comedor. Alguien subía a un estrado y comenzaba a leer un libro sobre la bomba de Hiroshima, si no recuerdo mal escrita por un jesuita, testigo del brutal acontecimiento y cuyo protaganista, si la memoria no me falla, un tal Manolo Morales? Comenzaba así: Sin médicos ni medicinas…
ANTES LA OBLIGACIÓN QUE LA DEVOCIÓN.
Antonio Pedrajas.
Nada más lejos de mi intención que criticar a nada ni a nadie.
En 1960, como había sucedido en años anteriores, las escuelas SAFA en muchos pueblos, así como en otros centros religiosos, acontecía un final de curso apoteósico en los que en una representación casi institucional, se concedía un premio a los mejores alumnos del colegio.
En Alcalá la Real, las distinciones eran tres : Príncipe del colegio, Brigadier y Jefe de Clase. Recaía siempre en los del curso superior, a esta sazón, Preaprendizaje. Para conceder dicha distinción, el único baremo existente era la nota media del curso. Dicho año, obvio los nombres, y en el ámbito del Teatro Martínez Montañés, dos alumnos obtuvieron la nota media más alta. Un servidor y otro compañero: 8,2.
Como el premio no era conocido de antemano, supuse que , Príncipe del Colegio, no, pero Brigadier, sí. Conocidos los nombres de los agraciados, ni Príncipe del Colegio, ni Brigadier, sólo Jefe de Clase. Lo de Brigadier se lo otorgaron a un compañero de curso con una nota de 8,1.
En aquel tiempo, con doce años recién cumplidos, no caí en la ignonimia. Un par de años después me atreví a preguntarle a uno de mis maestros el porque de tal afrenta. Me contestó que es que yo no iba a misa los domingos como era preceptivo. Nunca se le ocurrió preguntarme cuál era la razón.
Le hubiese respondido que los domingos por la mañana, mi padre albañil, estaba construyendo una casa con la ayuda de compañeros y era mi obligación ayudarles. Tardamos dos años en construirla. Todavía existe.
Sin acritud por lo que ocurrió hace más de sesenta años, pero sigo pensando que está antes la obligación que la devoción.