Al cruzar la delgada garganta que penetra en el valle; a las puertas de la inmensa explanada, cuna y regazo de nieves y ventiscas; cuando la luz de la mañana permitía contemplar la inmensa cima del Puigmal, donde el águila dorada se eleva con orgullo; a la vista de la soberbia atalaya del Coll de Finestrelles, en donde sueñan amorosas fantasías las crías del oso pardo; cuando empezaban a distinguirse las empinadas moles del Pic de Segre, morada del rebeco, del noble ciervo y el corzo triscador; cuando, varado en medio de la nieve, se adivinaba el contorno secular del santuario convertido en hotel; cuando se aproximaba a su destino, tras haber remontado despeñaderos, laderas y taludes; cuando sólo faltaban unos metros para llegar al pequeño túnel de madera, que comunica la estación con el hotel, tras un leve jadeo, triste y doloroso, el tren chasqueó con fuerza, intentó reanudar el viaje y, presa del cansancio, exhausto y agotado, se paró.
El presagio se había cumplido. La nieve llegaba hasta la cabina del tren cremallera. Escudé confirmó que no podían seguir, que todos permanecieran sentados y tranquilos, que faltaban unos doscientos metros para llegar. Los profesores de la escuela vinieron hasta el tren, esquiando de forma espectacular, contentos, levantando los brazos y saludando a los recién llegados. El monitor, desconcertado, observaba la situación, sin saber qué hacer, con su enorme maleta, los calcetines mojados, los zapatos… para tirarlos, y su impecable traje gris… como una sopa. «Hay momentos expectantes, momentos tristes y momentos desoladores». En eso pensaba, para sus adentros, mientras se ponía el abrigo y la bufanda.
Los pasajeros, inquietos, comenzaron a levantarse y a preguntar insistentemente qué sucedía. Escudé, inalterable, decía que no se preocuparan, que bajaran del tren con cuidado e intentaran formar una fila en dirección al hotel. En caso necesario, los profesores les ayudarían a transportar los equipajes. El monitor sintió una inmensa compasión hacia sí mismo. Caminar doscientos metros, con la nieve por encima de la rodilla, vestido de aquella forma, era un suicidio. Pero los razonamientos del monitor, como los de casi todo el mundo, son capaces de detectar los problemas con suma facilidad, pero no los resuelven con idéntica diligencia. No obstante, cuando menos se lo esperaba, tuvo una idea. Mientras los pasajeros bajaban del vagón, cogió la maleta, entró en la cabina, vació el contenido en el asiento del maquinista, se deshizo el nudo de su corbata, se desabotonó la chaqueta y la camisa, se quitó los pantalones y los calcetines y, en un abrir y cerrar de ojos, se cambió de ropa y se vistió de esquiador: el viejo anorak de Berrocal, el pantalón negro de látex que le quedaba grande, las botas de esquí dos números superiores a su talla, el gorro de lana rojo con aquella hermosísima borla blanca, las gafas de plástico para el sol y los guantes negros de skay que había comprado en el mercadillo.
Se miró en el cristal de la ventanilla, de frente, de perfil, alzó la barbilla, compuso una sonrisa seductora y pensó: «¡La verdad es que no me queda nada mal!». Cogió el abrigo y la bufanda y bajó del tren. Ni Escudé le hubiera reconocido con aquella pinta. La maleta le delató. Los pasajeros le miraban asombrados, como si contemplaran a un fantasma. Se quitó las gafas y Escudé no pudo ocultar una sonrisa. Le miró con detenimiento y se rió abiertamente y sin disimulos. Después de todo, los hombres, por muy duros que sean, son también seres humanos. Al verle, los pasajeros se pusieron a reír y a hacer comentarios. Y es que a los mayores, cuando les entra la risa, son como niños. Escudé volvió a mirar al monitor y le dijo en tono afectuoso:
Y se alejó entre la caterva de chiquillos que iniciaban la marcha hacia el hotel. El monitor le siguió con la maleta en la mano. Seguía nevando. En todo el viaje no había parado de nevar.
—¡Allez! ¡Allez! ─repetían los profesores una y otra vez, como una cantinela─.
Sus voces recias y claras rompían el silencio de la mañana. Hacía un frío negro. Pronto formaron una hilera. La caravana se empezó a mover. Los mayores ayudaban a los pequeños y éstos arrastraban las mochilas sobre la nieve virgen. El monitor, de cuando en cuando, también voceaba «¡Allez! ¡Allez!», imitando a los profesores.
Frente a él, la inmensa llanura cubierta de nieve, el viento que soplaba crudo e inhumano y la silueta de Escudé alejándose en dirección a la cabeza de la fila. El monitor, incapaz de seguirle, llegó a sentir miedo, como un animalillo desamparado. El viento le envolvía y azotaba su cara con pequeños cristalillos helados. Cada vez más cerca, se divisaba el muro impresionante del santuario y el bosque misterioso, testigo de rumores, historias y leyendas.
Podría callármelo, para no molestarle, pero quiero decir que el monitor se consolaba pensando que ningún éxito se consigue así como así. Acceder a las alcobas de las frívolas “Lolitas” no está al alcance de cualquiera; y la entrada libre, en sus corazones, sólo se logra tras una vida intensa, rica en experiencias y no exenta de puntuales y fatídicos reveses.