
Amalia había estado atenta al grupo de viejos compañeros, que se apiñaban en las mesas con una especie de alegría infantil que les iluminaba el rostro. «Son como niños», pensó. «Se creen que están en el patio del internado». Se sonrió. Desde la cocinilla no les perdía ojo. No eran vulgares. Eran viejos, sí; pero en ellos había algo especial. Contaban anécdotas de otros tiempos, como los pensionistas del Hogar; alardeaban, manoteaban, tosían por la edad y el tabaco de tantos años, pero tenían un “algo especial”.