A la vez que acontecían estos hechos que quiero y procuro narrar los más exacto posible, en esta misma plaza había otros grupos, todos guiados por el mismo pensamiento y con los mismos objetivos: detener a toda la gente pudiente y componentes del clero y simpatizantes.
—¡Hasta que se llene “La Casilla”! —decía uno a voces—.
—¡Ya han traído a don Fulano! ¡Vamos a por don Cetano! —decía otro, dirigiéndose a sus seguidores—.
Mi hermano y yo, a prudente distancia del que llevaba el hacha y sin hacer ningún caso a las recomendaciones de nuestra madre, seguíamos a los vociferantes componentes de este grupo, que esta vez emprendieron ligera marcha Rastro abajo. La farmacia y la droguería del doctor Jiménez estaba cerrada, como la buñolería del Rincón, la tienda de Vico, los almacenes de frutas de los Povedas y todos los establecimientos del Rastro, pues ese día no había ningún vendedor en el mercado.
El grupo siguió su ligera marcha; el del hacha dijo:
Mi padre ya era bueno; cuando venía del trabajo tanto a mí como a mis hermanos nos abrazaba y besaba. Algunas veces, al darle un beso, mis labios se pinchaban y le decía:
—Papá, ¿por qué no te afeitas?
Él me respondía:
—Es que está el barbero preso.
Yo no comprendía qué clase de barbero sería, que siempre estaba en la cárcel. Al ir creciendo, las cosas se van viendo más claras y los conceptos que tenemos de ellas y de las personas las analizamos, aprendiendo la verdad.
De lo que estoy narrando referente al señor Mateo, en esa fecha creo que la tienda no la llevaba él, pues era administrador de don Ramón Díaz, uno de los muchos acaudalados que en Úbeda había, que vivía en la calle Corredera, en cuya casa pusieron la sede del Partido Comunista durante la guerra. Don Ramón tenía varios hijos, todos muy altos; uno de ellos era disminuido físico, aunque todos le daban otro calificativo.
Cuando el grupo llegó a la puerta, se comportaron como en las dos detenciones anteriores, insultando, vociferando, amenazando y maldiciendo, pues tardaba más de la cuenta en salir Mateo. Después vi y supe la causa de su tardanza. Este pobre hombre, en esos días, estaba enfermo y sus perseguidores lo tuvieron que sacar de la cama. Cuando apareció por la puerta, apoyado en su pobre mujer que lloraba e imploraba entre lágrimas y suspiros, él, con el semblante cadavérico, andaba con pasos vacilantes e inseguros. Uno del grupo le dio una bofetada que desequilibró aún más sus vacilantes pasos; y repitió el agresor. Pero sus golpes fueron a estrellarse en las manos de su amante esposa, que procuraba taparle a su marido el semblante mientras, anegada en lágrimas, seguía repitiendo:
—¡Que está enfermo! ¡Tened piedad!
El Rastro para ese pobre hombre enfermo fue un calvario; y para esa infeliz mujer fue la calle de la amargura, viendo y sufriendo los improperios y los golpes que sus verdugos dirigían a su marido y que ella recibía en su propia carne. Yo conocía a esa mujer de verla en el molino de Alises; creo que era una hija, pues nosotros vivíamos en la casa de más abajo y ellos eran los dueños de nuestra vivienda. Entre empellones, insultos y maltrato entró en “La Casilla” y fue uno más del nutrido grupo de reclusos.
Cuando llegamos a mi casa, mi madre estaba inquieta por nuestra tardanza.
—Si la tienda está cerrada, ¿dónde habéis estado todo este tiempo? —nos preguntó—.
—Es que hemos estado subiéndole agua del pozo a Juana —le respondí—.
—Y hemos estado entreteniendo a Fernando y Antonio —afirmó mi hermano Juan—, y nos ha dado de almorzar pan y morcilla; por eso hemos tardado algo más.
De esa forma mi madre se quedó casi convencida, aunque nos advirtió que estuviéramos donde ella nos viera. Nosotros poco permanecíamos en la casa, a pesar de sus recomendaciones. Estábamos en la puerta, en la carretera, en el cruce de la Torre Nueva, pues había un ambiente que parecía de fiesta, por lo menos a mí así me lo parecía. Gente que subía y que bajaba, algunos cantando; aunque decían que había milicianas, yo no las había visto. En esos momentos, vi a una de ellas con su flamante mono azul, su gorro de serón con su borla roja moviéndose continuamente delante de sus ojos que, por cierto, eran negros, grandes y bonitos. A pesar de ser un niño, me gustaba verlos sin malicia ni mala intención. Lo que no me gustó fue verla con un arma en sus manos y escuchar el vocabulario que usaba. Venía en unión de otros en una “Alsina” que se paró junto a la baranda del colegio público que había en el lugar que hoy ocupa el monumento que Úbeda le dedicó a nuestro llorado matador de toros Antonio Millán, “Carnicerito de Úbeda”.
He dicho “Alsina” y es que la mayoría de los ubetenses, a cualquier autobús o coche de línea, le llamamos “Alsina”, sin analizar que Alsina Graells es una compañía de transporte público. La referida “Alsina”, cuando se paró, daba la impresión de que venía vacía. No sé quién dijo:
—Va llena de fascistas.
Al ponerla en marcha y en la estrechez que entonces había en esa calle, varios chicos como yo nos subimos a unas ventanas y vimos cómo el coche iba lleno de hombres agachados para pasar desapercibidos. Después supimos que iban presos a la cárcel de Jaén, sita en la catedral.