El padre Gallego tenía la cara verde y amarilla, de color de acelga y aceite de ricino. Al menos le sobraba un número en los zapatos y un par de tallas en la sotana. Presumía de haber estudiado tres años de medicina y le gustaba hablar de cómo le llegó la vocación religiosa, una tarde en que rompió relaciones con su novia, una chica rubia hija de un militar de Sevilla. Nosotros pensábamos que ella lo habría dejado por otro mozo con más porte y mejor color de cara, pero él insistía en contarnos la tarde en que “sintió el aldabonazo de la llamada del Señor” ‑como le gustaba decir‑ y decidió marchar al noviciado. Era, en realidad, astuto, hábil y un maestro en el arte del engaño y la simulación.
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