El aldabonazo

El padre Gallego tenía la cara verde y amarilla, de color de acelga y aceite de ricino. Al menos le sobraba un número en los zapatos y un par de tallas en la sotana. Presumía de haber estudiado tres años de medicina y le gustaba hablar de cómo le llegó la vocación religiosa, una tarde en que rompió relaciones con su novia, una chica rubia hija de un militar de Sevilla. Nosotros pensábamos que ella lo habría dejado por otro mozo con más porte y mejor color de cara, pero él insistía en contarnos la tarde en que “sintió el aldabonazo de la llamada del Señor” ‑como le gustaba decir‑ y decidió marchar al noviciado. Era, en realidad, astuto, hábil y un maestro en el arte del engaño y la simulación.

Cuando le conocimos, era un “maestrillo” ‑según el argot de los colegios de jesuitas‑ que impartía clase de Literatura, en séptimo curso, con escaso entusiasmo y menor dedicación. Se jactaba de sus excepcionales dotes para conseguir privilegios, a base de observar las preferencias de sus superiores, especialmente del padre Rafael Navarrete.
Casi nunca corregía nuestros trabajos de redacción y composición. Al terminar la clase, Antonio Montes o Enrique Sanmartín, recogían los cuadernos, se los entregaban y él salía con ellos bajo el brazo. Lo lógico hubiera sido encargar a los alumnos que los llevaran a su cuarto o bien hacerlo él mismo, pero prefería recorrer los pasillos y patios del colegio luciendo aquellas libretas de pastas azules y llegar al comedor de sacerdotes con su pesada carga, procurando coincidir con algún superior que valorara su incuestionable entrega. Ocho o diez días después, nos devolvía el cuaderno, siempre con la misma anotación en color rojo, “VL” que según él quería decir “Visto y leído” y según nosotros, ni lo uno ni lo otro.
Nadie supo jamás cómo consiguió hacerse con una bicicleta negra, de segunda o tercera mano, con la que recorría la ciudad de Úbeda, haciendo verdaderos esfuerzos para evitar que la sotana se enredase con la cadena o los radios de las ruedas y se rompiera la crisma. Clase, lo que se dice clase, no recuerdo que nunca impartiera, ni siquiera una; pero, en cambio, nos enseñó a consultar libros, a hacer trabajos de investigación de obras y autores literarios y, sobre todo, a organizar sesiones de Teatro Fórum.
Era un pillo, vivo e imaginativo, que carecía de la mínima constancia y que no soportaba la rutina y pesadez del trabajo de cada día. Amante del asfalto, más que del aire puro y la naturaleza, no era partidario de marchas ni excursiones. Generalmente en mayo, el colegio organizaba salidas al campo por las afueras de la ciudad. Aquel año se decidió que fuéramos de camping a Sabiote, a un prado junto al río que conocíamos muy bien. Saldríamos el sábado, después de comer; dormiríamos esa noche en tiendas de campaña y el domingo, por la tarde, regresaríamos al colegio.
A la salida, nos entregaron una bolsa marrón de papel de estraza con un bocadillo de tortilla, un huevo cocido, un trozo de carne de membrillo, una naranja y poca cosa más. Se nos dijo que aquello era la cena y el desayuno; que el domingo, el padre Gallego haría una gran paella en el campo. Para comprar los ingredientes necesarios le entregaron cinco duros por cada uno de nosotros. Nunca vimos la paella ni los cinco duros. El cura, a media mañana, con un par de alumnos afectos, se fue del camping, salió a la carretera y el primer coche que pasó les llevó al colegio. “No hay nada como una sotana para hacer autoestop” ‑comentaba satisfecho‑. Nosotros, a la vista de que el cura nos había dejado con el culo a la intemperie, fuimos organizando el regreso, poco a poco, como un ejército en derrota, compartiendo las cuatro o cinco botellas de vino que aparecieron en las mochilas de los compañeros y que nos dieron fuerzas para soportar los casi quince kilómetros que nos separaban del colegio. A las cinco o las seis de la tarde, llegábamos hambrientos, curdas y agotados. Nos fuimos a dormir y no despertamos hasta el día siguiente.
Una noche, en mi cuarto, organizamos una partida de cartas. Alguien aportó a la fiesta una botella de coñac Fundador que era “cosa de hombres”. Debían de ser las dos de la mañana cuando se abrió la puerta y, tras ella, apareció el padre Gallego con la sotana rota y desabrochada, una manga casi arrancada, el codo derecho magullado y la cara manchada de sangre.
—¿Qué estáis haciendo?
La pregunta sobraba porque allí estaban las cartas y la botella de Fundador sobre la cama. El silencio, absoluto. El peligro, evidente. El ingenio, a punto.
—¿Padre, qué le ha pasado? —respondió uno de nosotros, cargando la palabra padre de un afecto y sentimiento estremecedores.
Todos reaccionamos rápidamente, le entregamos la botella de coñac y nos dispusimos a cuidarle y socorrerle como buenos samaritanos. Al parecer, la bicicleta había derrapado en una curva y el resto lo teníamos ante nuestros ojos. No hubo castigo ni mala nota en conducta para nadie. Por mucho menos, algunos alumnos habían sido expulsados del colegio.
Ya he dicho que no recuerdo ninguna clase suya. Lo que de verdad le gustaba era hablarnos de su antigua novia y de sus aficiones. Un día dedicó la hora de clase a hablarnos de la biotipología de Kretschmer y de los personajes que, en Literatura, reflejaban esos caracteres. Sembraba en nosotros, hábilmente, conceptos que luego utilizaba ante el Prefecto o el Rector, para su lucimiento personal.
El día del examen oral preguntaba, por ejemplo:
—¿Serías capaz de decirnos a qué biotipo corresponde el personaje del Labrador en el Gran Teatro del Mundo?
Nosotros, que sabíamos que allí estaba el sobresaliente, intentábamos adornar la respuesta al máximo.
—Sí, padre. El labrador es de carácter pícnico; los individuos que pertenecen a esta biotipología se distinguen por tener el rostro ancho y blando, cuello corto y fuerte y vientre exageradamente adiposo, en forma de barril.
—Muy bien. ¿Qué otros personajes de la obra conoces?
—El Pobre, el Rey, la Belleza, la Monja y Dios.
—Muy bien. ¿Qué carácter tiene el Pobre en tu opinión?
—El Pobre corresponde al biotipo de los asténicos, que se caracterizan por ser extremadamente delgados y tener la piel pálida y enjuta, el cuello largo y la nariz pronunciada, que les da un aspecto de pájaro vistos de perfil.
Sólo el cura y nosotros estábamos al tanto de que hasta aquí llegaban nuestros conocimientos sobre psicología del carácter. ¡No sabíamos ni una palabra más! Pero la picaresca hacía que el examen de Literatura del padre Gallego pareciera una oposición a cátedra de neuropsicología de la Universidad de Tubinga. Al cura se le hacía la boca agua, viendo la cara de asombro de los miembros del tribunal al escuchar nuestras respuestas, y no le cabía un cañamón por el antifonario.
Al lado del pícaro crecen nuevos pícaros, del mismo modo que junto al santo florece la santidad y junto al golfo brota la corrupción. Y nosotros, movidos por su ejemplo, generábamos habilidades para hacer las asignaturas más soportables y llevaderas siempre con el menor esfuerzo. Esto último es gravísimo y totalmente contrario a la filosofía de las Escuelas en donde siempre se nos inculcó el valor del sacrificio y el trabajo bien hecho. Pero lamentablemente es la verdad.
En una ocasión nos encargó hacer un trabajo de Literatura, por parejas. Eso significaba no aparecer por clase en unas dos semanas, reunirnos en el estudio, consultar libros en la biblioteca… Mientras tanto, él quedaba libre como ‑lo que era en realidad‑ “un pájaro”. A Ruiz Vargas y a mí nos encargó comentar la obra de Fray Luis de León titulada De los nombres de Cristo. El libro no era excesivamente grueso y en menos de un par de horas lo hubiéramos leído sin dificultad. Pero “¿pa qué?”. No era necesario, porque el cura casi seguro que tampoco lo conocía; y para hacer un trabajo sobre un libro, lo de menos era leerlo. Donde había que afinar de verdad era en copiar con habilidad y pericia, como lo hacía el cura; porque aquello de: “He sentido Señor tu aldabonazo” no se le había ocurrido a él.
A la hora de elegir, optamos por las fuentes del Amazonas para llenar el botijo. La enciclopedia Prampolini con sus diez o doce tomos y la Historia de la Literatura de Valbuena Prat, que tenía tres bastante gruesos, nos parecieron suficiente. Y en la biblioteca, a solas y sin testigos, se consumó la engañifa. Cuarenta años después, me asombra la genialidad con la que procedimos, para no ser cazados, y el asombroso resultado conseguido. Pensamos que, si plagiábamos directamente, el astuto curilla nos podía descubrir; pero si adaptábamos los comentarios sobre cualquier autor, épico o lírico, clásico o barroco al texto de Fray Luis, era sencillamente imposible.
Recuerdo a Ruiz Vargas sentado junto a la ventana, fumando, ante un puñado de folios blancos con el bolígrafo en la mano, y yo, en pie, ante la estantería, contemplando los lomos de los libros de la enciclopedia, cogiendo uno tras otro, abriéndolos al azar y leyendo en voz alta algún párrafo de cuatro o cinco líneas. Elegidas las frases que nos parecían adaptables y, debidamente ajustadas y transformadas, devolvíamos el libro a la estantería para proceder, del mismo modo con el tomo siguiente. Libro a libro y frase a frase, conseguimos dar forma a un trabajo literario en el que los enunciados sonaban muy bien pero en realidad no decían nada. ¡Nos puso un nueve!
Pero lo realmente interesante viene ahora.
Hace unos cuatro o cinco años, Jose Mari, que ya era Catedrático de Psicología de la Universidad de Madrid, vino con su esposa a pasar unos días de vacaciones a Sant Pol de Mar. En nuestras interminables conversaciones, recordamos entre otras anécdotas la de nuestro trabajo de Literatura y el sobresaliente con que el Padre Gallego nos compensó por el esfuerzo realizado. Me dijo que aún conservaba el trabajo y que ‑preparaos para el trueno final de la mascletà‑, al poco tiempo de llegar a Madrid, un amigo suyo que estudiaba cuarto año de Literatura en la Universidad Complutense y debía presentar urgentemente un trabajo, le pidió el de Fray Luis. Jose Mari, al principio, se resistió; pero ante la insistencia, optó por ceder. A los pocos días recibió una llamada de su amigo, loco de alegría. ¡Válgame san Válgame! ¡Matrícula de honor!
                                               Barcelona, 23 de abril de 2006. Día del Libro.

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