¿Maestro? No. Gracias

Bajo el título “Creo que no es sólo nostalgia” manifestaba, a través de nuestra página web, mi entusiasmo por la posibilidad de contactar con tantos compañeros como hemos pasado por la Safa, entre otras cosas, para compartir nuestras experiencias por si en ellas encontrábamos algo que pudiera “ser válido” para el día de hoy.

Por mi trabajo he podido comprobar cómo se va perdiendo la ilusión de “ser maestro”. Cómo se va desdibujando y desvaneciendo su figura. Por ello, las ideas que a continuación desgrano podrían servir como punto de reflexión en un intento de recuperar la auténtica ilusión de “ser maestro”.
En un mundo tecnificado como el presente, los ordenadores y la tecnología multimedia se resaltan y reclaman como la panacea de la calidad de la educación. La importancia del papel del maestro, como mucho, “se le supone”. Como el valor en la “mili”. Por ello, en medio de la multiplicidad de sistemas educativos, técnicas de enseñanza y literatura pedagógica de todo tipo, creo que se debe recuperar el verdadero sentido del magisterio.
Si asumimos como fin de la educación el desarrollo del hombre hasta constituir un ser completamente humano, la consecución de la humanidad por el alumno, a través de ese diálogo-enfrentamiento maestro-discípulo, que se realiza sobre y pese a toda enseñanza, el maestro (todo profesor es ante todo un maestro) es un elemento irreemplazable. En esa consecución, el maestro asume la misión de encarnar los valores humanos, síntesis de una verdadera personalidad, y hacérselos descubrir al discípulo. Decía Erich Fromm que la misión primordial del educador, en lugar de ser fuente de información, transmisor de conocimientos, ha de ser la de “transmitir ciertas actitudes humanas: integridad del yo, el desarrollo pleno de la individualidad… Afirmador de individualidades al contraste con su propia individualidad”. De este modo, los educandos tendrían delante de sí, no ya la imagen, sino el ejemplo vivo del funcionamiento humano sano y completo. Enseñanza “que sólo puede impartirse por la simple presencia de una persona madura y amante”. Esta misión no tiene posible sustitución ni por sistema, ni por máquina, ni por técnica de enseñanza alguna.
En un mundo en el todo está cambiando y en el que la desorientación está a la orden del día, la auténtica posición del maestro no ha de ser la de dar soluciones, sino la de ser auténtico testimonio viviente de la búsqueda de la verdad. Su seguridad se basa precisamente en la conciencia que tiene de haber tomado una posición clara y definida, sincera, personal y responsable, de búsqueda ante las incógnitas de la vida.
Aunque la verdad no pueda comunicarse con el mismo “sentido” que tiene para el que la ha descubierto, precisamente en ese “sentido” que tiene para el maestro (no perfectamente perceptible para el alumno) se basa la posibilidad de comunicarla: el alumno se hace consciente de que así como el maestro ha encontrado el sentido de su verdad, de su vida, él también podrá encontrar su propio sentido.
Cuando una persona ha encontrado el sentido de su vida, se lanza a la búsqueda, encuadramiento y realización de todas las incógnitas humanas dentro de ese sentido que, en adelante, orientará su existencia. Esta seguridad básica le impulsará a buscar constantemente la respuesta a todas las interrogantes humanas. Como la búsqueda se basa en la sinceridad de su posición, estará abierto al diálogo sugerente con cualquier otra personalidad en búsqueda.
Ciertamente, en la multiplicidad cultural de la humanidad actual, es de primera necesidad buscar una unidad, una cultura de humanidad que efectúe la unión espiritual de todos los hombres. Corresponde al maestro el desentrañar, por la confrontación de la divergencias y semejanzas, una nueva y más alta unidad de la humanidad. Esta responsabilidad justificaría por sí sola la necesidad de auténticos maestros.
Hablar de “vida espiritual”, de “espiritualidad”, en medio del tecnicismo y materialismo que impera en la enseñanza actual, en la educación, parece todo un anacronismo. Sin embargo, la “vida espiritual”, la “espiritualidad”, la “vida interior”, como queramos llamarla, tiene un valor inconmensurable para una auténtica educación por la profunda amputación que supone su ausencia en la formación de una auténtica personalidad.
Espiritualidad y religiosidad no son términos sinónimos. La vida interior, la espiritualidad, que es anterior y sirve de fundamento a toda postura religiosa y aún es la que le da autenticidad, no necesariamente desemboca en una postura religiosa concreta. Puede conducir a una postura humana arreligiosa, e incluso irreligiosa, cuando la religión es entendida como fundamentalismo que ahogue la sincera búsqueda personal de la verdad.
El fracaso de todo sentido religioso ocurre en el mismo momento en que la religión deja de ser “vida” (vivencia) para institucionalizarse, jerarquizarse o planificase.
Es solamente bajo la perspectiva de ser guías y despertadores de personalidad, auténticos formadores, donde tiene justificación el profesorado cualquiera que sea su especialidad y nivel de actuación. Sinceramente creo que esto es ilusionante y me atrevería a afirmar que, en el fondo, es una ilusión que compartimos todos los que, en nuestro paso por la Safa, hemos tenido la suerte de encontrarnos con auténticos maestros.
12-10-03.
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