Un ejemplo de vida: el padre Bermudo de la Rosa, 2

18-06-2011.
 «Si permanecéis en mí y mis palabras permanecen en vosotros, pediréis lo que deseéis y se realizará. No sois vosotros los que me habéis elegido, soy yo quien os he elegido y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto sea duradero. De modo que todo aquello que pidáis al padre en mi nombre os será concedido».
El padre Mendoza iniciaba la inesperada plática de aquella tarde con estas palabras del evangelio de San Juan. Nos habían reunido a todos los alumnos de Magisterio, desde “Prepa” a octavo curso, en la iglesia del colegio.
Llegaron más tarde los de Formación Profesional. El rector se encontraba en Madrid buscando ayuda para la institución. Los problemas parecían muy graves; tanto, que aquella noche haríamos turnos de vela ante el Santísimo para pedirle que, en Madrid, atendieran y ayudaran en sus demandas al padre Bermudo. La situación era crítica a juzgar por la solemnidad y la tristeza que reflejaban los rostros de curas y profesores.

Unos años antes, de septiembre a enero nos quedamos en nuestras casas, por falta de recursos para los centros de la Safa. Perdimos el primer trimestre del curso y hubimos de volver al colegio después de Navidad. Ahora, según decían, estaba en juego el porvenir de las Escuelas y el de la multitud de chiquillos acogidos en ellas. El momento sin duda era angustioso. Fuera de allí, nuestro futuro era triste, triste y muy incierto; sólo podíamos rezar, rezar y rezar con fe, con la fe de nuestros pocos años y la seguridad que nos infundían las palabras del Evangelio: «Todo aquello que pidáis al padre en mi nombre os será concedido».
Recordaba aquel trimestre en que el colegio estuvo cerrado. En mi pueblo había sólo dos maestros; a las clases asistían desde alumnos que se iniciaban en la lectura hasta otros de doce o catorce años, a punto de dejar la escuela para ayudar a sus familias. Yo no tenía padre. Ahora, con unos catorce años, ya no estaba en edad de volver a la escuela; me esperaba un trabajo de aprendiz sin sueldo y el fin del sueño de terminar unos estudios que nadie en mi familia había podido realizar.
Si el padre Bermudo no recibía ayuda, seguramente habríamos de marchar a nuestras casas, para siempre. Sólo quedaba rezar ante el Santísimo, toda la noche en turnos de vela, todos los alumnos del colegio.
Finalizada la plática, fuimos al comedor. Apenas cenamos: la tristeza era una losa. Sumidos en nuestros pensamientos, no teníamos ganas de hablar. Nos leyeron los horarios de vela. A nuestro curso le tocaba a las cuatro y media de la mañana. Don Antonio Pérez sería el encargado de despertarnos.
Como a todos los adolescentes, me gustaba la soledad; y cada noche, al ir a acostarme, al igual que otros compañeros, atrancaba la puerta de la “camarilla”. Aquella noche me costó mucho dormirme; de modo que, a las cuatro y media de la mañana, debía de estar aún en el primer sueño y al principio no oí a don Antonio. No obstante, su insistencia me despertó y ¡de qué manera! Al día siguiente pude comprobar que ¡estuvo a punto de derribar la puerta! Las bisagras de la puerta estaban casi arrancadas y había hecho saltar la cerradura. Tuve que llamar a Luis, el carpintero, para repararla.
¡Qué ardor y qué pasión ponía este hombre en ciertas cosas! Hoy me lo imagino como una especie de “Geo”, de “Boina verde” o de “Hombre de Harrelson” golpeando primero con los nudillos la puerta de mi cuarto a modo de aviso; llamándome luego por mi nombre, en una especie de: «¡Abran a la policía!»; después y ya en tono más amenazante: «¡Tiene dos minutos para desalojar el recinto!»; y, finalmente, perdido el control y en pleno frenesí, cogiendo carrerilla en el pasillo y lanzándose vociferante contra mi puerta, sería el «¡Caaarrrguen!». Mientras yo, ajeno a la batalla que el ardoroso inspector libraba a aquellas horas, continuaba rendido por el sueño de mis trece o catorce años.
Recuerdo la oscuridad casi total de la iglesia, el olor de la cera y del incienso, la luz de las pavesas junto al Santísimo, el ruido de los bancos al arrodillarnos y la monotonía de las plegarias en la noche, así como la fe y la confianza en nuestras oraciones.
El domingo siguiente ofició la misa el padre Bermudo. En la homilía nos comunicó la noticia, nos agradeció nuestras plegarias y nos dijo que éstas habían dado fruto; parece que los problemas se resolverían y que el mañana de las Escuelas no sería tan negro a partir de entonces. Tal debió ser la alegría y el optimismo que la nueva situación despertó en el padre que, al poco tiempo, fichó nada menos que al cocinero del hotel Nevada Palace de Granada. Cuando nos lo anunció, estaba aún más ilusionado que nosotros; al fin iba a mejorar la calidad de nuestra cocina. Sobre el papel, aquello sería fantástico.
A los pocos días, con su gorro blanquísimo en forma de champiñón gigante, el nuevo cocinero recorría los comedores, interesándose por la calidad de la comida, que efectivamente acusó cierta mejora; no obstante la ilusión, la alegría y la indudable calidad del fichaje, con patatas, garbanzos y lentejas se podían hacer pocas maravillas y en un par de meses el crack de las ollas y los pucheros voló a otro destino, volviendo nuestra alimentación a la moderación, sobriedad y tristeza de que siempre hizo gala.
Un día, charlando con nosotros, confesaba:
—Contraté al cocinero para que en el colegio no se volviera a hablar mal de la cocina; pero después pensé que, si no habláis mal de la comida, ¿de qué vais a hablar mal?
Siempre aquella sonrisa franca y sincera.

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