Un puñado de nubes, 58

20-06-2011.

Indalecio salió a la puerta de su bar, intrigado por el bullicio. Un grupo de personas daban gritos. Parecían indignados. Desde luego ‑pensó Indalecio‑, su bar no era el sitio más adecuado para las protestas, si es que protestaban por algo. Quizás es que habrían presenciado algún tirón, cosa frecuente en aquella esquina del semáforo. Raro era el día en que no se oían gritos, lamentos y carreras. Eran todos mayores. Posiblemente viejos del Hogar del Pensionista.

—¡Los-au-to-res-son-trai-do-res; los-au-tores-son-trai-do-res! —gritaban agrupados—.

Eran unos siete u ocho, no más. Pero voceaban, como cuando el árbitro pita un penalti injusto contra el equipo de casa, en el último minuto.

—Oigan, ¿no tienen otro sitio donde protestar? —reclamó Indalecio—. Este es un bar decente.

—¿Esta es La Luna? —preguntó uno de aquellos viejos, que parecía llevar la voz cantante—.

—Ante ella estáis, caballeros, y ahí está escrito —respondió Indalecio, señalando la cristalera de la puerta—.

—¿Están ahí dentro dos hombres, uno que se llama Alfonso y otro León? —demandó el que era el portavoz del grupo—.

Indalecio dudó. ¿Qué podía querer de ellos ese corrillo de gritones?

—Sabemos que suelen venir por aquí, oiga.

—¿Y si estuvieran dentro, qué? —se envalentonó Indalecio.

—Queremos hablar con ellos —dijo el mismo corifeo, quitándose las gafas de sol—.

—Será si ellos quieren.

—Querrán.

—Esperen ahí. Quiénes le digo que son ustedes, ¿los indignados de los parasoles?

—Oiga, menos cachondeo; somos gente muy seria.

— ¡Los-au-tores-son-trai-do-res; los-au-to-res-son-trai-do-res! —seguía gritando el grupo de viejos, enarbolando unas pancartilla en la que se leía lo mismo que gritaban. Uno de ellos hacía gestos con las manos, los ojos y la boca, por si algún curioso era sordomudo—.

Fue León quien acudió a la puerta. Cuando vio quiénes eran, estuvo a punto de soltar una carcajada. Pero se contuvo y los fue ojeando uno por uno. Allí estaban: eran los safistas del Portacoeli, los que se había encontrado a las puertas del colegio, aquel día que se alargó en el paseo hasta los jardines de la Buhaira.

—¿Qué es este follón? —quiso saber León—.

Desde dentro seguían atentos la escena Indalecio, Amalia y Alfonso.

—León —dijo el de las gafas de sol—, lo que queremos es hablar con los Amadises esos de pacotilla, los autores de Un puñado de nubes, ese disparate de novela que están sacando en la página web de los antiguos alumnos de Magisterio de Úbeda, de la mano de Berzosa. Sabemos que han sacado el encuentro que tuvimos contigo. Y nos preguntamos que con qué derecho dicen de nosotros lo que dicen. Y por qué lo permite Berzosa. ¿No tendrás tú algo que ver en esto?

—Aquí no están. Los Amadises viven en su nube. Anda, entrad para adentro, coño; no hagáis el ridículo en la calle. Vamos a tomarnos un café o una cerveza, lo que queráis y charlamos como gente civilizada. Ahí está Alfonso. A ver si os acordáis de él. Estuvo también en el internado. Era de mi curso.

—¿El que se fue a Suiza y entró en la Nestlé, el estirao ese?

—Está muy cambiado, no lo conoceríais.

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