Un puñado de nubes, 57

17-06-2011.

Todo un jolgorio. La entrada de Alfonso y León en La Luna semejaba la aparición ante los hinchas de un club de un nuevo fichaje. Sin embargo, a Alfonso le costó trabajo salir del coche. Le dolían todos los huesos. ¡Menuda paliza le dieron los cabrones del capo! Tampoco se sentía seguro. Temía perder el equilibrio de un momento a otro y caer redondo al suelo.

—¡Por fin regresan los hijos pródigos! Helos ahí, en pareja; que cualquiera que no los conociera podría pensar cualquier cosa.

Indalecio los recibió con su elocuente y disparatada verborrea de siempre.

—Baja el volumen, muchacho —le recomendó Alfonso—.

—Viene el caballero maltrecho, por lo que parece. ¿Se ha caído en la bañera? Ya sabe usted, don Alfonso, que a ciertas edades no se puede uno bañar solo —dijo con picardía—.

—Me he bañado con éste —respondió Alfonso intentando embromar al camarero; pero, al esbozar una sonrisa, sintió crujir medio esqueleto—.

—No, si cuando yo digo…

—Anda, no seas majadero, Indalecio —amonestó León—; y prepara un buen bocadillo de jamón para Alfonso. Y un café bien cargado. Y para mí, lo de siempre.

—¡Amalia! —gritó Indalecio, volviendo la cabeza hacia la cocinilla—, marchando un bocadillo de jamón bien completo.

—Si puede ser, que sea del Valle de los Pedroches —puntualizó Alfonso—.

—¿Del Valle de los Pedroches? ¿Dónde queda eso, don Alfonso?

—¡En el norte de la provincia de Córdoba, ignorante!

Alfonso y León, al escuchar aquel nombre de Amalia, se sobresaltaron. En realidad, en los últimos días, con el asunto de Rosalva se habían olvidado por completo de ella. Los dos, cada uno en su interior, se preguntaron qué hacía Amalia en La Luna, si es que era ella, ayudando a Indalecio.

A esa hora estaban en el bar los habituales que, siguiendo en su partida, no hicieron mucho caso a los aspavientos de Indalecio.

Amalia había oído las voces de Indalecio. Estaba fregando algunos cacharros en la pequeña cocina, tras la pared de las repisas de las botellas. No pudo resistir la curiosidad y, secándose las manos en un delantal blanco con bolsillos y peto, asomó por la barra. Alfonso, León y ella se miraron sorprendidos unos instantes. La situación resultaba extraña e incomprensible. Incluso cómica. No queriendo herir la sensibilidad de Amalia, Indalecio esperó a que fuera a preparar el bocadillo y, cuando desapareció por la puertecilla de la cocina, dijo con voz discreta:

—¿Qué? ¿De piedra, eh? La vida, que da muchas vueltas. Aquí, Amalia, viene a echar una mano. Tiene una pensión corta. Hablamos, nos entendimos, a mí me viene bien, da alegría al bar, tiene algunas ideas para renovar esto un poco, yo no declaro por lo que cobra y le paso unos euros que, como está la vida, a ella le vienen de perlas.

Con el bocadillo en una pequeña bandeja, Amalia, tras el temor inicial, se acercó, desenvuelta, a los dos recién llegados y besó primero a León, estampándole dos sonoros besos en las mejillas; y luego a Alfonso, quien se estremeció de dolor con el ligero abrazo de la mujer, exagerando, para recibir los mimos más afectuosos.

Ninguno de los dos abrió la boca para explicar el estado de Alfonso. Quedó como una desgraciada caída en el baño. Mejor así. Para qué dar más explicaciones.

El pan del bocadillo estaba tierno y esponjoso. El jamón bien cortado. Pero, a cada mordisco que daba al pan, Alfonso veía las estrellas, se le desencajaba toda la mandíbula y el oído parecía estallarle. Comía lentamente, mientras León observaba a Amalia. Ella salía de vez en cuando a la barra para buscar la complicidad de su mirada. Alfonso, por su parte, pensó que León ya estaba atrapado. Conociendo como conocía a las mujeres, Amalia estaba jugando fuerte sus bazas: con aquel empleo sumergido y con aquella presencia junto a Indalecio, pretendía dar celos y, al mismo tiempo, mantener su constante presencia ante León.

Una de las veces, Amalia se acercó a la mesa, donde estaban los dos amigos y, dirigiéndose a Alfonso con cierto tono irónico, le propuso:

—Oye, Alfonso, yo tengo muy buenas manos para todo; siempre he sido una mujer muy hacendosa, sirvo lo mismo pa un roto que pa un descosío. Ya sabes, puedes contar conmigo, cuando salga esta noche y antes de irme al pueblo, puedo pasar por tu casa y darte unas friegas de alcohol de pies a cabeza, como le daba yo a mi marío y se quedaba luego como un chivo de dos madres.

León sabía hacia a quién iban esas palabras. Tras la barra, Indalecio no perdía ripio de aquel astuto juego a tres bandas. De pronto, a la puerta de La Luna se escucharon voces irritadas.

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