Un puñado de nubes, 55

13-06-2011.

León estaba preocupado doblemente: por la situación de Alfonso y, sobre todo, por la tardanza en llegar de su hijo y Rosalva. No había contado con el chantaje de última hora de Eduardo Navarro. Ya estaba deseando que todo acabara. Y aún quedaba el viaje de su hijo con la muchacha hasta el aeropuerto de Madrid. ¿Quién no creería que el capo no le tendiera una trampa y se los liquidara a los dos y los dejara tirados en la cuneta, con una bala en la cabeza cada uno? Nunca debió haber permitido que su hijo se involucrara en el asunto. Era cosa de Alfonso y que él lo resolviera. Estaba dispuesto a salir a la calle, cuando sonó el timbre de la puerta. El corazón se le alegró. Por fin llegaban. Abrió nerviosamente. ¡No era su hijo Juan!

Teresa se enmarcó en el dintel de la puerta con su hijo menor en brazos.

—¿Qué ocurre, hija?

—Santi, que lo voy a llevar al médico. Está con fiebre. Lleva toda la mañana así, amodorrado. No lo he llevado al cole, pero no me fío. Cuando le sube la fiebre se enciende y me da miedo.

—¿Y Andrés?

En clase. A eso venía: ¿puedes ir tú a recogerlo si me tardo? Yo te llamaría al móvil. Ya sabes lo que son los médicos…

—Descuida, hija.

—¿Le puedes dar de comer? ¿Tienes avío para él? El niño es de buen comer, no se parece a éste.

—No te preocupes por eso. Ya me apañaré. Lo importante ahora es tu hermano.

—¿Mi hermano?

—Quiero decir tu niño. ¿En qué estaré pensando…?

—Te noto nervioso. ¿Pasa algo con Juan que yo no sepa?

—¿Qué va a pasar, hija? Vete ya al médico, anda. Yo iré a por Andrés.

Teresa se fue preocupada, no solo por la repentina fiebre de su hijo sino por lo extraño que encontró a su padre.

León consultó de nuevo el reloj. Dentro de una hora tendría que ir a por Andrés al colegio. Y ya tendría que haber llegado su hijo. Lo llamó al móvil:

—¿Juan?
—Sí.
—¿Por dónde andáis? ¿Todo en orden?

—En orden. No te puedo hablar más porque voy conduciendo. Rosalva quiere comprar algunas cosas para llevar a su familia. Dentro de un par de horas estaremos en casa.

—Por favor, no os hagáis muy visibles.
—Descuida. Hasta ahora.

—Tened cuidado —fueron las últimas palabras de León, antes de acercarse al colegio para buscar a su nieto Andrés—.

—¡¡¡Abuelooo!!! —gritó el crío, al verlo en la puerta de salida. Y se echó en brazos de León—.

—Hoy comes en casa.
—¡¡¡Bien!!! ¿Tienes pizza?

—Tengo arroz a la cubana y huevos fritos, ¿qué te parece?

—¿Con kechup?
—Con lo que quieras, mi rey.

Al llegar a su casa, León encontró ya a su hijo y a Rosalva. Estaban preparando la maleta de la muchacha y una bolsa pequeña de viaje para él.

—¿No vais a comer algo?
—Lo haremos por el camino; no te preocupes.

—¿Quién es esta señora? —preguntó Andrés—. ¿Es tu novia?

—Anda, no digas tonterías y entra en la cocina que el abuelo te va a preparar la comida.

Cuando Rosalva y Juan lo tuvieron todo preparado, se despidieron de León. La muchacha abrazó al viejo con algunas lágrimas en los ojos y le agradeció todos los favores; y le recomendó que se despidiera de Alfonso.

—Nunca olvidaré lo que ha hecho por mí; dígaselo, por favor.

A eso de las tres y cuarto de la tarde apareció Teresa por la casa de su padre. Santi seguía con fiebre: quería darle el antitérmico cuanto antes. Recogió a Andrés, que se fue a regañadientes, y se marchó a su casa.

León fue recobrando poco a poco la serenidad. Había sido una mañana muy agitada. Apenas si había tenido tiempo de telefonear a Alfonso. Insistió varias veces, pero el móvil estaba fuera de servicio. Así que decidió acercarse a la casa de Alfonso, pese a la prohibición de éste.

Pulsó el timbre de la puerta. Insistió. Zarandeó los barrotes de la verja. Nadie respondía…

***

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