Vicisitudes de la vejez, 38

¡Qué bien me acuerdo de cuando estuvimos mi marido y yo en la Cortijada y en grupo de cuatro nos íbamos a coger espárragos silvestres en la época apropiada (desde marzo hasta junio, coincidiendo con la primavera)! ¡Qué jóvenes éramos entonces! Lo formábamos mi marido, dos jóvenes cortijeras y yo. Resultaba paradójico cómo constituíamos dos parejas diametralmente opuestas a la hora de avistar y coger un buen puñado de espárragos trigueros: mi marido y una de ellas eran unos linces. Los veían todos. La otra y yo éramos nulas y no veíamos ninguno, aunque estuviésemos al lado… Solamente veíamos los ajos porros… ¡Así es la vida…!


Era costumbre allí, con el fin de no buscarle la ruina económica a los padres de la novia, que a la hora de irse a casar, lo que hacían algunos novios (como en otros pueblos del interior de la provincia de Málaga que se iban a la costa) era irse de la cortijada juntos en un trasnoche, para volver después de unos días ya como casados, sin tener que dar convite por ello ni arruinar a los padres de la novia. Era una triquiñuela admitida socialmente por casi todos para formar el matrimonio: secuestrar a la novia y acostarse juntos antes de pasar por la vicaría católica, para luego aceptarlo y confesarse del pecado cometido… Y es que, aunque suene un poco borde: “La cosa de la jodienda, no tiene enmienda”.
También aprendí en los cortijos a hilar gracias a algunas mujeres que tenían una maestría extraordinaria, pues allí el tiempo corría de otra manera diferente, más lenta y pausadamente, a cuando nos vinimos a nuestra ciudad de nacimiento…
Se me hace la boca agua cuando recuerdo la fabricación de los riquísimos roscos (dulces caseros, no industriales y edulcorados como ahora tenemos), ya que se encendía el horno y las laboriosas y trabajadas manos de las cortijeras sabían primorosamente elaborar la masa para que aquéllos se dorasen con parsimonia y finura en el horno.
Y el lavado de la ropa de las cortijeras lo hacían en el arroyo del pueblo, sin que se les llenase de tierra la ropa. ¡Qué arte tenían…! Todavía no había los lavaderos públicos, que llegarían más tarde. Yo, como no era capaz de hacerlo sin que se me manchase la ropa, prefería coger agua en un barreño con una pila de madera y allí hacía mi colada de las prendas de ropa sucia que tenía, quedándoseme bien limpias.
Ya en casa de mi ciudad natal, cuando nos vinimos a vivir a Úbeda, durante muchos años estuve lavando a mano en una pila del patio, enmugrando primero las prendas más sucias para luego, en varias fases, hacer la colada. El primer día echaba la ropa en remojo con jabón; al día siguiente la lavaba; y al tercer día la aclaraba y la tendía; o sea que me tiraba media semana detrás del lavado de ropa, no como ahora que se hace tan fácilmente, metiéndolo todo en la lavadora y en una hora o dos está todo súper limpio y listo. Y encima han inventado la secadora para que se seque sola la ropa sin que haga falta tenderla al sol… Aunque para mí creo que es mejor que el sol seque y corrija o quite las posibles manchas que se hayan quedado… Siempre había ( y habrá) gente más fullera y marrana que todo lo hacía en un día y, claro, la ropa no podía salir tan inmaculada como si se hacía parsimoniosamente en tres…
Los inviernos por entonces eran durísimos, pues hacía frío con ganas, hasta nevaba todos los años y no faltaban los carámbanos colgando de los canalones y la ropa se ponía tiesa y acartonada del intenso frío en los tendederos… Ahora ya vemos que con el cambio climático o lo que sea cada vez tenemos menos frío y más calor durante muchos meses del año por estas latitudes.
Para que no me salieran los sabañones dichosos, me ingenié una hornilla con ascuas que me hizo un hojalatero, no sé si era de plomo o de qué material, para meterla en el agua y al menos, le quitase el tremendo frío a la misma, dejándola templada. Entonces no había los calentadores de gas o electricidad que hoy disponemos para todo… Hasta la llegada de las secadoras, todo ha sufrido un cambio radical al que yo no he llegado a adaptarme del todo. Ya con la lavadora que, las hubo de varios tipos: la de turbina y, luego, las automáticas, cada vez más sofisticadas eficientes y rápidas, me costó adaptarme. Creo que todo cambio tecnológico en el hogar ha precisado de una adaptación física y, sobre todo, mental de las mujeres de antaño, que eran las que en definitiva lo hacíamos y teníamos esa responsabilidad, juntamente con otras muchas labores en el hogar; al igual que pasó con el fuego del hogar que, primero se hacía una hoguerilla con carbón, luego, llegó el gas, después, la vitro con electricidad y no sé qué mas inventarán al respecto… En la vida hay un momento en que se tiene una que plantar y decir hasta aquí he llegado, no quiero más cambios en mi vida, aunque me los metan por los ojos, a pesar de que mis hijas y nietas insistan en que debo adaptarme a todo. Eso es como con la música, el teatro, la televisión y demás inventos del demonio que yo ya no los manejo ni quiero saber más. Con lo poco que me va quedando de mi antigua vida y estos recuerdos recurrentes y continuos que me vienen a la memoria estoy más que contenta y satisfecha. ¡”Otras vendrán que buena me harán…”!
También recuerdo que ibas al hojalatero para que le echara un remiendo a la olla de porcelana que es la que teníamos por entonces para cocinar, y con un trozo de estaño solucionaba las picaduras, hasta que volviera a salirle algún caliche o desperfecto… ¡Chache! Tiempos aquellos en los que la imaginación y la necesidad acuciaba el ingenio y no los de ahora que todo hay que tirarlo para comprar algo nuevo, ya que lo viejo no merece la pena remendar, puesto que hasta te cuesta más caro que uno nuevo… En fin, es el fin de mi historia personal, tan anónima y anodina como la de cualquier mujer de antaño…
Úbeda, 3 de octubre de 2024.
Fernando Sánchez Resa

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