
Como iba avanzando la mañana, la plaza estaba llenándose de gente que afluía por las diversas calles que convergen en ella. El reloj de la Torre daba once campanadas que, por los aconteceres de esos momentos, apenas se escucharon. El portador del hacha era un hombre alto y corpulento. A mí, que era casi un niño, me daba miedo mirarlo y procuraba no acercarme mucho a él; pero, en mi prudente distancia, veía su cara amoratada; parecía que sus ojos iban a salirse de las órbitas, que las venas de su cuello y garganta iban a reventar. Cuando gesticulaba frases como «Vamos por ellos, por “toos” los fascistas», los muchos seguidores e incondicionales le apoyaban con sus gritos e improperios.
—Ahí hay uno de ellos —se escuchó una voz—.
—¿Dónde está? —preguntaron varios a coro—.
—El del quiosco, “Perico Huevos”.
Como si una fuerza magnética les hubiese impulsado a todos, se dirigieron a ese bonito quiosco, ya desaparecido, y lo rodearon.
Hecho de obra, formaba una figura geométrica. La entrada la tenía mirando al Rastro. El frente era por donde se expedían los muchos artículos, además de la prensa, y daba frente a la Mezquita, ese famoso bar que había en los portalillos y que llegaba hasta la calle Don Juan. Sus laterales eran dos ventanas para dar luz, que siempre estaban tapadas por el sinfín de tebeos y chucherías que pendían colgadas. Como era ochavado, en esos lugares, a diario, colgaba cuatro vitrinas de cristal que me deleitaba leyendo y viendo sus novelas y cuentos. Más de una vez he comprado un parche para el balón o la cámara de la bicicleta. Después, cuando el tabaco lo racionaron, abrieron la ventana de la derecha y por ahí expedía el tabaco y todos los artículos relacionados con ese funesto vicio. Yo, aunque no fumaba, ni fumo, la cartilla me la hice en ese estanco y Gabriel La Torre ‑“Perico Huevos”‑ me reservaba una ración como a todos sus clientes, pues para eso y todo lo demás era legal y buen hombre, aunque a veces tenía algunas rarezas como esta: si llegabas a comprar un periódico, tenía que ser por la ventana del frente; y si querías papel de fumar o cerillas, era por la lateral. Él mismo servía por las dos y el dinero de la ventana central iba a un departamento y el de la otra iba a otro departamento aparte. Por ese modo de proceder tuvo algunos disgustillos.
Cuando la Segunda Guerra Mundial y en España había una rigurosa censura, en el quiosco vendía el periódico España de Tánger y se leían artículos y noticias que la prensa nacional no publicaba. Mi padre se abonó a él y, semanalmente, nos lo reservaba previo abono por adelantado.
En ese momento, y dado lo cerca que estaba “La Casilla” del quiosco, se vio rodeado de una muchedumbre agresiva y vociferante. La puerta estaba cerrada. Por la ventana, varios de los que componían el cortejo, con groseros ademanes y voces amenazantes le exigían que abriera la puerta; al mismo tiempo, el del hacha dio varios golpes con el mango. La puerta se abrió de momento y apareció Gabriel, blanco como la cera. El gris claro de su mandilón se agudizaba más, contrastando con sus manos y faz. No podía articular palabra. Uno del grupo, dirigiéndose a él exclamó:
—Éste es otro de ellos; es un fascista; tiene que tener armas.
Él, metiéndose mano en el bolsillo derecho de su mandilón, sacó unas pequeñas tijeras sin punta y elevando su mano las enseñó al grupo mientras con voz entrecortada decía:
—¡Ésta es el arma que yo tengo!
Uno de ellos le dio un empellón mientras decía:
—Vamos a llevarlo con los otros.
En un instante, recorrieron los pocos metros que le separan de “La Casilla” y el pobre Gabriel se encaminó escaleras arriba a unirse con el grupo de desafortunados que estaban cautivos. Gabriel corrió mejor suerte.