No había terminado de cerrar la puerta el hermético Navarro, cuando Juan conectó con su padre. Le contó en pocas palabras la inesperada situación: que los trámites no podrían cerrarse en un día y, sobre todo, que la gestión costaría tres mil euros.
—¿Cómo? —se oyó gritar la voz de León—. ¿Pero se ha vuelto loco Navarro? Eso es un chantaje.
—Pues es lo que hay, papá. Sin esa suma no hay papeles. Y, sin los papeles, Rosalva…
Hubo un corto silencio que Juan aprovechó para dirigir una sonrisa tranquilizadora a Rosalva, que estaba apoyada contra la pared, cerca de la ventanilla. Luego, haciendo con la cabeza gestos afirmativos, respondió:
—Vale, vale, papá. Le diré que estás de acuerdo en soltar los tres mil euros; pero que, en contrapartida, lo de los papeles deberá resolverse inmediatamente. ¿Crees que aceptará?
—Seguro, Juan. A Navarro le vuelve loco el dinero. Tengo entendido que es un cliente asiduo en Las casitas blancas…
—Pero es que es mucho dinero, papá.
—No te preocupes, hijo —respondió León resolutivo—. Ya te dije que, de los gastos, se encarga Alfonso.
Juan iba a referirle a Rosalva lo que le había dicho su padre, cuando empujaba la puerta el comisario Navarro, soltando una bocanada de humo y arrojando la colilla al suelo. La apagó, restregándole la suela del zapato, como si se tratara de la cabeza de una víbora y, acto seguido, se dirigió a Juan, preguntándole con gesto inquisitivo y burlón:
—Entonces, ¿qué te ha dicho papá?
—Está de acuerdo —Juan respondió con firmeza—; pero, a cambio, los trámites tienen que estar listos esta mañana.
Navarro se rascó un momento la nuca, hizo como que si hablara para sí, dio unos pasos mirándose los zapatos y, levantando la cabeza, le dijo a Juan:
—Bien, bien. Haré todo lo que esté en mi mano. Tú vete al banco y tráeme el dinero. Ah, que sea en billetes pequeños: de cincuenta, de veinte y de diez.
—Probablemente, tarde un buen rato.
—Pues tanto mejor. Yo agilizo la cuestión y, a tu vuelta, es posible que esté todo arreglado —y, mirando a Roslava de soslayo, Navarro añadió—. Ella se quedará aquí, mientras. No es conveniente que se os vea andar por los pasillos arriba y abajo. Me comprometéis mucho.
Juan dudó un momento. Luego, encogiendo los labios, le hizo un rápido guiño a Rosalva como diciendo «No te preocupes, que vuelvo enseguida». Rosalva lo miró entristecida, mientras abandonaba el cuarto. Se quedó a solas con el agente Navarro.
—Buen chico, el hijo de León; ¿es tu novio?
—No tengo novio —respondió secamente Rosalva—.
—Eso está bien. Así salimos ganando todos, ¿no te parece?
—Podías poner algo de tu parte para, digamos, “acelerar los trámites” —y se acercó, hasta ponerle la mano sobre el hombro, para luego subir sus dedos porrudos hacia el rostro de la muchacha, hasta acariciarle los labios—. Mientras tu amigo va y vuelve, tenemos casi una hora.
Rosalva retiró, primero, la cara con gesto repulsivo y, luego, dio unos pasos atrás, hasta colocarse del otro lado de la mesilla. El agente Eduardo Navarro se fue tranquilamente hacia la puerta y corrió el cerrojillo interior. Los ojos de Rosalva miraban a un lado y a otro, denotando el miedo de un animal acorralado.
—Oye —dijo Navarro frunciendo el ceño, achicando los párpados y avanzando hacia ella—. ¿Sabes que me parece haberte visto ya otra vez? Me recuerdas a una chica… El mismo pelo rubio, el mismo cuerpo, los mismos ojos… Estabas más maquillada y con un vestido más… más… vistoso. ¿No será en Las casitas blancas? ¿Me equivoco?
Rosalva enrojeció y, de pronto, se le agolparon en el pensamiento miles de imágenes repulsivas que creía haber abandonado para siempre. Los antiguos demonios rebrotaron en su alma y, como en un espejo, parecían manifestarse en la rijosa mirada del agente.
—No sé de qué está hablando. Por favor déjeme tranquila —hipaba Rosalva—. «¿Cómo es posible ‑pensaba‑ que un hombre, cuya misión es hacer respetar la justicia, se comporte de esta manera?».
—Pues yo sí. ¿Quieres que le telefonee al dueño de Las casitas? ¿Cómo se llama…? A ver, a ver, ¿cómo se llama? —Navarro hojeaba un pequeño carné—.
—Por favor, señor Navarro, por favor… —dijo Rosalva con los ojos arrasados de lágrimas—.
—Ya te he dicho —y cerró Navarro su libretilla— que cada cual debe poner algo de su parte. Tus amigos aportan el dinero; yo habilito la documentación y tú… tú haces lo que tan bien sabes hacer ¿no? —y con el mayor cinismo añadió—. Sería injusto, chica, que nosotros diéramos y tú tan campante, ¿no? Anda, acércate.
Rosalva pensó que el mundo se le venía encima. ¿Cómo decirle a ese hombre que ya había sufrido demasiado, que la habían obligado a vivir así, que ella quería rehacer su vida, volver a su país, estar con su familia…? Observando cómo la miraba el agente, comprendió que cualquier argumentación sería inútil. Quizás fuese esa su contribución para poder conservar la libertad recién recuperada y que no estaba ya dispuesta a perder. Entonces, optó por la estratagema de ganar tiempo para ver si entre tanto volvía Juan. Amagó el inicio de una posible conversación diciendo: «Ah, ¿pero usted conoce al propietario de Las casitas blancas?». Pero fue inútil. Navarro lanzó una sarcástica carcajada y dijo:
—Venga, niña, déjate de historias, que dispondremos de poco tiempo y hay que aprovecharlo. Te he dicho que te acerques.
Rosalva cerró los ojos y resignada, como una profesional, comenzó a desnudarse lentamente.
—No. No te desnudes —cortó la voz viscosa de Navarro—. Ven y arrodíllate delante de mí —añadió, mientras se desabrochaba la bragueta—.