Un puñado de nubes, 52

06-06-2011.

Como prometí en la Nube anterior y con la venia del autor, voy a proceder, amable lector, al rescate narrativo del preterido personaje Alfonso. Se decía, en la Nube 44, que Alfonso tenía el teléfono entre las manos; manos temblorosas que manifestaban el mal estado en que se encontraba, como resultado de la tunda que le dieron los mafiosos de Las casitas blancas por haber dejado escapar a Aymara. Penosamente pudo marcar el número de teléfono de León. El solo sonido de la llamada le producía agudos flechazos en el tímpano, «efecto, sin duda –pensó‑ del golpe que recibí a la altura de la oreja». Nadie respondía. Defraudado, colgó el teléfono y, a duras penas, pudo llegar hasta su habitación. Empujó la puerta y se derrumbó en la cama. Alfonso no podía saber que, por el momento, León prefería resolver definitivamente la cuestión del viaje a Barajas. Ya tendría tiempo de contarle lo que ahora tú, amable lector, tienes el privilegio de saber punto por punto.

Juan y Rosalva estaban en la puerta de la comisaría de Blas Infante. Habían tenido que dar algunas vueltas con el coche por los alrededores, porque no había aparcamiento junto a las dependencias policiales. A esa hora, ya se había formado una larga cola de más de cien personas, a la entrada del edificio, para arreglar asuntos del carné de identidad o de los pasaportes.

Juan y Rosalva subieron la pequeña escalinata. Los que hacían cola los miraron con desconfianza, temerosos de que quisieran colarse. A pesar de ir vestida discretamente, Rosalva no pasó desapercibida por su cuerpo escultural. Escuchó algunos silbidos procaces y comentarios de mal gusto.

—Queremos ver al agente Eduardo Navarro, que nos está esperando —dijo Juan al policía de la puerta, que no pudo reprimir una mirada inquisitiva a los recién llegados; con una mirada sucia, recorrió de arriba abajo el cuerpo de Rosalva, deseándola—.

—Así que Navarro, el agente Navarro, vaya, vaya —remarcó la frase—. Segundo piso —indicó—; pero aguarden. ¡Utrera! —llamó a un policía que cubría una mesa al final del pasillo de la planta baja—. Acompañe a estos señores al segundo piso: quieren ver a Navarro.

Los murmullos de desconfianza en la cola se hicieron más audibles. Algunas protestas se oyeron claramente.

—¡Eh, parejita, no os hagáis los tontos, que la cola termina por el otro lado! ¡Tenéis más cara…!

—¿Son amigos de Navarro? —preguntó el policía, cuando ya se cerraban las puertas del ascensor—.

—Es solo un conocido; tenemos cita con él —dijo Juan, sin más explicaciones—.

La segunda planta tenía varios despachos con cristaleras translúcidas. Tras ellas, se adivinaban algunas personas sentadas en sus mesas de trabajo y otras discutiendo de pie. El agente los dejó en un pequeño despacho desamueblado, con la poca luz que dejaba entrar una minúscula ventana que daba a un patio interior, y con solo una mesa baja y unas sillas de asientos de plástico descolorido. Rosalva se sentía inquieta. En su fuero interior, empezaron a renacer temores antiguos, de cuando llegó a España pensando que trabajaría como asistenta en el chalé de una familia madrileña y se encontró en una habitación casi a oscuras y con un par de sillas de plástico. El despacho, en donde estaba ahora, también podía ser una trampa y quedar detenida. Miró a Juan, que le devolvió una sonrisa nerviosa que no la tranquilizó. Se demoró el agente más de diez minutos. Angustiosos resultaron para la muchacha. A punto estuvo de abandonar el cuartito y salir corriendo a la calle.

—Rellene este formulario —sobresaltó a Rosalva la voz áspera del agente que acababa de entrar y le tendía una hojas. Era un hombre maduro, alto y robusto, con bigote gris bien afinado y camisa blanca arremangada hasta los codos—. Escriba con mayúsculas. Pero antes debe responder a unas preguntas.

—¿No viene el agente Navarro? —preguntó receloso Juan—.

—Todo a su tiempo —dijo con seriedad y chulería el agente, con ojos igualmente relampagueantes de deseo, al mirar los pechos de la muchacha—. Dime —empezó a tutear a la chica—, ¿cuándo entraste en España?

—Hace un año, más o menos.

—¿Sola?
—Sí.

—¿Quién te pagó el viaje?

—Mi familia.
—¿Te crees que soy tonto?

Juan intentó mediar, pero le detuvo la mano levantada del agente. No esperaba aquel interrogatorio.

—Mi familia —repitió Rosalva—.

—¿Unos muertos de hambre se gastaron esa pasta para que la niña se viniera a putear a España? ¡Y tú te estás callado!—advirtió a Juan, que intentaba apaciguar al agente. Y, colocando un pie en una silla y el codo sobre el muslo, añadió con mirada engreída y provocadora—. ¿Acaso no te la beneficias? ¿No eres tú su chulo? ¿Por qué no te casas con ella y así está todo en regla? ¡Ah!, ya entiendo: estás casado…

Ante tal lluvia de despropósitos y veladas acusaciones, Juan reaccionó con relativa energía:

—¡Ya está bien! Quiero ver a Eduardo Navarro.

—Navarro, Navarro… ¿cuánto os ha pedido?

Ni Rosalva ni Juan entendían nada.

En ese instante entró Eduardo Navarro en el despachillo y el agente mal encarado desapareció.

—¿Ya habéis rellenado los impresos? Hacedlo cuanto antes, que pase a la firma antes de las diez de la mañana, así se acelerarán los trámites y en un día o dos estará todo listo.

—¿Hoy no es posible?

—De ninguna manera. Ya es demasiado el riesgo que corro, saltándome los requisitos… Por cierto, ¿traéis el dinero? —dijo Navarro, bajando el tono de voz y mirando con dureza a Juan—.

—¿Qué dinero?

—¿Tú padre no te habló de ello? Son tres mil euros. Es un “trabajo complicado”. Tengo que tapar algunas bocas —añadió con gesto enigmático y mirando hacia la ventanucha—.

Juan estaba perplejo y no sabía cómo reaccionar. ¿Por qué su padre no le había dicho nada del tema? Sencillamente, pensó, porque esto es un fraude que se le ha ocurrido Navarro y que no se atrevió a intentarlo cuando habló con mi padre. Rosalva, muda, tenía la mirada ensombrecida y los labios apretados para no soltar un sollozo.

—Es mucho dinero. Tendré que ir a un banco y retirarlo —propuso Juan, algo desorientado–, pero antes necesito saber qué piensa mi padre del asunto. ¿Permite que lo llame? —dijo, sacando el móvil—.

—Naturalmente. Y dile a tu padre que la cuestión es más complicada de lo que a primera vista parece, debido a la urgencia de la solicitud y a que tengo que “convencer” a ciertos colegas… Él sabe a lo que me refiero —terminó moviendo la cabeza y con aire misterioso—. Me ausento unos minutos y vuelvo. El tiempo de fumarme un cigarrillo —y mirando a Rosalva con evidente impudicia, salió por la puerta del despachillo—.

***

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