“Barcos de papel” – Capítulo 18 c


Por Dionisio Rodríguez Mejías.

3.- Preparando la trampa.

Intenté resistir, pero Xavier rebatía con gran habilidad cada una de mis objeciones: me dijo que, la mañana de la acción, llamara por teléfono a la empresa diciendo que estaba enfermo. Yo no quería comprometerme; sabía que, si la policía me encontraba lanzando octavillas, sería mi perdición. Todo aquello me producía un gran desasosiego, y me parecía algo sin sentido: aquellos muchachos pertenecían a familias acomodadas, y la mayoría tenía el porvenir resuelto; pero yo no era nadie.

Por otra parte, ese sentimiento de defensa de la tierra y de la lengua, a mí no me parecía causa suficiente como para arriesgar el nombre y quizás la vida. A mí me habían educado en el amor a España, a toda España: por eso había venido a estudiar y a trabajar a Barcelona. Bueno, por eso, y porque “El Colilla” me había prometido un trabajo que luego resultó ser otro lío de los suyos. Y no es que yo tuviera una mala impresión de aquellos chicos; al contrario, me parecían honrados y valientes, aunque siempre he sentido cierto recelo hacia los niños de papá.

Por eso, intenté mantenerme en mi postura hasta que Roser me lo pidió y Xavier se ofreció a conseguirme un certificado médico para la empresa, alegando un proceso gripal, que me impedía salir de casa. Ya he dicho que nunca he sabido negarme a nada que me pidieran con educación y cierta dosis de sentimiento; y ahora digo que no hay mujer en el mundo a la que pueda negarle lo que me pida, si me mira con los ojos de la forma que me miraba Roser. De pronto, empecé a sentir hacia ella un sentimiento noble de protección, un cálido deseo de protegerla y acariciar aquellos ojos rojos por el llanto y el dolor. ¿En qué momento se pierde la cabeza por una mujer? ¿Por qué pasamos en un instante de ser personas temerosas y prudentes a tomar decisiones temerarias e imprudentes? Todos llevamos en nuestro interior un fuego personal que nos puede arrastrar a la catástrofe; quizás los dominemos durante algún tiempo, pero un día se rompe el equilibrio, nos dejamos arrastrar por el deseo y el sentimiento vence a la razón. En resumen: no fui capaz de decir que no, y acabé por ceder y comprometerme a colaborar con ellos. El ardor juvenil puede con todo y, una vez que das el paso hacia adelante, ya no es posible retroceder.

El lunes siguiente, a las seis y media de la mañana, nos encontramos en la estación de Gracia para recibir las últimas instrucciones. Íbamos en parejas, pero no nos saludábamos por miedo a la policía que, seguramente, nos observaba. En la esquina de la calle Regás nos esperaba Dani con su 2CV para entregarnos la mercancía. Roser y yo formábamos parte del “comando Mistral”, a las órdenes de Enric Alsina y Ana Porcel. Yo no tengo madera de mártir ni de héroe. Estaba allí por ella, aunque muerto de miedo. Me espantaba pensar que aquella mañana podía acabar en manos de Campillo, en uno de los calabozos de Vía Layetana, y poner punto y final a mis aspiraciones; pero siempre me han gustado las mujeres y si, además, tienen los pechos grandes, es que me vuelvo loco. Y en eso, lo reconozco, Roser superaba de largo a mi adorada Olga.

En la calle, las precauciones eran absolutas y el miedo insuperable. Con decir que Carlos Ribas casi se mea cuando, al salir de la estación, se le acercó un señor con un periódico bajo el brazo para pedirle fuego, está dicho todo. Así estaba la moral del “comando”. Éramos diez y teníamos un miedo espantoso, hasta que Granados nos tranquilizó, nos explicó el engaño y nos expuso la estrategia que seguir. En un arrebato de entusiasmo, nos aseguró que de aquella hazaña se hablaría en Barcelona, tanto como se recordaba la huelga de tranvías de 1954, el lanzamiento de panfletos desde el gallinero del Palau de la Música, o la campaña para exigir obispos catalanes. Sería un hecho memorable, y precisamente a nosotros nos correspondía la gloria de participar en aquellos hechos, para poner en ridículo a las fuerzas represoras.

A pesar de su euforia, sabíamos que no estábamos exentos de peligro. Salimos a la calle con cautela y nos separamos en cinco grupos para no llamar la atención. Nos dimos un abrazo, nos deseamos suerte y nos separamos. Xavier Granados actuaría en Lesseps y el resto nos repartiríamos entre las estaciones de Muntaner, Provenza y Universidad. Roser y yo nos dirigimos a Fontana.

Por la boca de la estación entraban y salían avalanchas de gente que caminaba sin volver la vista atrás, con envoltorios bajo el brazo, camino de sus quehaceres. Era la gente del pueblo, esa buena gente que no se mete en nada y solo vive preocupada para que en sus casas no falte un pedazo de pan y un puchero en el fuego para ellos y sus hijos. Nada más bajar a los andenes y pasear unos minutos de un lado a otro para otear el panorama, me fijé en un hombre siniestro que, sentado en uno de los bancos de madera, leía un periódico bajo la luz del fluorescente, mientras apuraba la minúscula brasa de su cigarrillo. En el otro extremo del andén, una sombra quieta y silenciosa parecía aguardar la llegada del próximo convoy.

roan82@gmail.com

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