Un ejemplo de vida: el padre Bermudo de la Rosa, 1

02-06-2011.
Corrían los primeros días del mes de noviembre. Aquel año había sido especialmente lluvioso y las piedras de los edificios que componen el conjunto de la explanada del colegio mostraban sus tonos dorados más intensos y brillantes que de costumbre. Una bruma, más propia del norte que de una ciudad andaluza, humedecía el ambiente, envolviendo en suave niebla la escena de aquella mañana de otoño en el internado. Decía Rafael Alberti que «siempre asombra el otoño más que la primavera».
Era mi primer curso en Úbeda. Atrás quedaron los cuatro de internado en Villanueva y, a pesar de mis pocos años, ya era un veterano en la Institución. Podría decirse que a pesar de no ser muy voraz, por aquel entonces ya habría consumido unos doscientos cincuenta kilos entre garbanzos y lentejas. En la Safa, cuando se trataba de establecer el tiempo que faltaba para que un alumno terminara su proceso de formación y abandonara las Escuelas, siempre se recurría a la ironía y a los garbanzos o a las lentejas para dejar sentado que no era cosa de días: «¡No te quedan a ti garbanzos que comer!», nos decían los mayores, en plan de burla.

En la puerta de entrada al edificio principal, un grupo de alumnos rodeaba a un sacerdote bien vestido, no muy alto, joven, moreno, de pelo negro y rizado. Me acerqué al grupo con las manos en los bolsillos y la intención de curiosear sobre quién era aquel cura. Recuerdo su tono de voz interesante y sugestivo, con acento imposible para mí de precisar si de Sevilla o Cádiz. Hablaba del último partido de fútbol entre el Madrid y el Atlético de Bilbao. Por entonces, aún sin televisión en Úbeda, lo que sabíamos de los equipos de fútbol y de sus jugadores era gracias al Marca, o a los álbumes de cromos del chocolate o del azafrán “Los polluelos”. Hablar con alguien que había visto jugar a Di Stéfano, Puskas o a la mítica delantera del Bilbao era como poder saludar hoy a algún amigo directo de Aznar o Rodríguez Zapatero. Se sumaron al grupo Manuel Verdera y Roso.
—¡Hola padre!
Él devolvió el saludo a ambos. Parecía conocerlos.
El silbato de don Lisardo, llamándonos a filas, terminó con la reunión.
Quedó en mi memoria la gran seguridad que transmitía aquel cura, que no parecía tan pobre como los que hasta entonces yo había conocido, que incluso se permitía asistir al Estadio Bernabéu a los partidos del Madrid y, sobre todo, que tenía aquel acento del sur de Andalucía, realmente fascinante y maravilloso.
Manuel Verdera Casanova había llegado aquel curso procedente de El Puerto de Santa María. Supe por él que se trataba del padre Rector. Por eso vestía mejor que los demás y viajaba a Madrid frecuentemente. «Era tan importante», decía Manolo, «que incluso tenía amigos que eran ministros y el Canciller Adenauer había visitado la casa de sus padres en Sevilla algún año por Semana Santa». Yo nunca había estado tan cerca de un Rector, no sabía qué hacía ni cuáles eran sus funciones. Una cosa parecía estar clara: aquel cura mandaba mucho; por lo tanto, el instinto aconsejaba alejarse de él lo más posible. Roso me dijo que había sido Director de las Escuelas de El Puerto de Santa María y que nunca se metía en problemas de alumnos, ni de suspensos, ni expulsiones. Esto me tranquilizó; pero, por si acaso, yo siempre me mantuve prudentemente alejado del padre.
Preocupado, en aquellos mis primeros años, por ir superando criba tras criba, selección tras selección, purga tras purga, no pensé demasiado en la persona del padre Manuel Bermudo. De cuando en cuando, lo veía, con su magnífica sotana, sus estupendas chaquetas de punto negro, sus zapatos limpios e impecables y una sonrisa de superioridad, abierta y franca, siempre brillando en sus ojos. Sabíamos que tenía chófer y un lujoso coche de color plata que, según decían, le había regalado alguien muy importante; que viajaba a Madrid con frecuencia en demanda de ayuda para los centros; que él y su familia también eran muy importantes y que, efectivamente, nunca se metía con nosotros.
Puede parecer extraño, pero en este tiempo nuestra relación con él se limitaba a escuchar la presentación de la película que cada domingo por la tarde nos dirigía antes de la proyección. Los domingos, a última hora de la tarde, al regreso de nuestro paseo por la ciudad, mayores y pequeños nos dirigíamos al salón de actos, en donde tenía lugar la sesión de cine de la semana. La disposición en la sala era la siguiente: los de preparatorio y primer curso, unos noventa alumnos, con don Lisardo Torres y don Francisco Gallego, nos sentábamos en la parte de delante, a la derecha; detrás de nosotros, la “Segunda División” de don Jesús Burgos y don Benjamín; a continuación, don Isaac con su grupo de elegidos, los mayores, las estrellas a punto de terminar la carrera. ¡Nuestro sueño!
El flanco izquierdo estaba encabezado por don Antonio Domínguez con sus chicos de Preaprendizaje; a continuación, los alumnos de Oficialía; y, al final, los de Maestría Industrial.
Además del padre Rector, a veces solían asistir al acto otros religiosos: los padres Marín, Ciganda, Mendoza, Natera, Navarrete y los “curillas” inspectores. Una vez acomodados en nuestras localidades, se hacía el silencio y el Rector, en pie, desde el centro de la sala, explicaba brevemente la película que a continuación íbamos a ver, remarcando aquellos aspectos que en su opinión eran más destacables.
José Luis Garci y Pedro Almodóvar pueden estar tranquilos. No somos competencia. Será debido a nuestra falta de afición hacia el séptimo arte o a que nuestra formación cinematográfica arrastra lesiones incurables desde el inicio. Veamos qué películas fueron formando nuestra cultura peliculera.
Del cine español de la época, recuerdo dos, muy buenas en mi opinión: Bienvenido Mr. Marshall del inolvidable Pepe Isbert y Calabuig que relata los últimos años de un sabio americano entre la gente sencilla de un pueblecito de la costa levantina.
Las películas andaluzas se parecían siempre: el hijo del capataz de la finca, un mocito alto, moreno y garboso, que se llamaba Manué, aficionado a los toros, se enamoraba de la señoíta Milagros, hija de los dueños de la finca.
Ésta ‑mala en el fondo‑ despreciaba al mozo por su humilde condición. Mientras tanto, otra muchacha hija de jornaleros que se llamaba Rocío, mucho más guapa (la tía buena) y que cantaba como los ángeles, estaba perdidamente enamorada de Manué, que no se enteraba. ¡Musho toros y musho arte, pero de amores ni idea! La trama discurría entre los desprecios de la señoíta Milagros; el sufrimiento del torero por los desplantes y humillaciones de la niña rica; las canciones y desvelos de la buena (Rocío), que estaba muertecita por los huesos der chavá; los detalles de humor de un amigo de Manué, que le tenía pánico a los toros; y las reflexiones del capataz que justificaba el amor del mozo por la señorita, repitiendo en cada momento: «Como se conosen dende shiquitiyo…». El desenlace no podía ser otro: Manué al final tiene una oportunidad, triunfa, pero es cogido por el toro gravemente. Escenas de enfermería, lágrimas de Rocío, rezos, velas, estampas y canciones. Al final, la boda y la envidia puñetera ‑¡que se fastidie!‑ de la señoritinga, que ve cómo se le escapa el zagal, llevando a la grupa de su caballo Lucero a Rocío, vestida de “faralaes” y cantando como los ángeles por la campiña cordobesa.
De las italianas, recuerdo El Maestro de Aldo Fabrizi que nos hacía llorar y disimular las lágrimas. ¡Los hombres no lloran! En esta línea estaba también Un ángel pasó por Brooklyn, aunque ésta debía de ser inglesa, como El quinteto de la muerte y La importancia de llamarse Ernesto que, a pesar de que la crítica del padre las ponía por las nubes, nos parecieron soporíferas; en cambio, nos gustó mucho El niño y el unicornio, porque la protagonista, Diana Dors, estaba que reventaba de guapa.
Entre las francesas, quiero destacar La puerta de las lilas y Los traperos de Emaús, realmente buenas a mi juicio de niño.
También vimos americanas destacables: desde las históricas como Alejandro Magno con su padre Filipo “El Bárbaro” y las batallas de Issos y del río Gránico, tal como nos había enseñado don Fernando Cueto, hasta más actuales como Éxodo de Paul Newman; y, por encima de todas ellas, Doce hombres sin piedad y Vencedores o vencidos. Creo recordar que esta película nos la presentó el padre José Antonio Sobrino, recién llegado de Estados Unidos. Hay una anécdota al respecto que, durante mucho tiempo, sirvió de guasa entre el alumnado. Es la siguiente: cuando el padre Bermudo nos presentó al ilustre visitante, fue leyendo uno tras otro, en una larga lista, sus múltiples títulos universitarios ‑se me quedó el de Doctor en Filología porque, hasta entonces, yo pensaba que los doctores sólo se dedicaban a curar a la gente‑. A continuación, el padre Sobrino, con un don de palabra extraordinario, comenzó una disertación amena, interesantísima y muy divertida. Durante más de hora y media nos tuvo embelesados, hablándonos de actores, de actrices, de técnicas de cine ‑por él supimos que la separación del Mar Rojo en Los Diez Mandamientos se había rodado en un estudio y que Marilyn Monroe en americano se decía Mérlin Mónrou‑. Lo dicho: un pozo de ciencia y un hombre encantador.
A los pocos minutos de haber comenzado a hablar, el padre Navarrete, sin el menor empacho, interrumpió en seco al conferenciante con las siguientes palabras: «Lo que el padre ha querido decir…». La innecesaria y audaz aclaración nos hizo muchísima gracia y, durante largo tiempo, irónicamente criticamos la valentía y falta de tacto de Navarrete para rectificar al mismísimo José Antonio Sobrino, cultísimo, autor de libros y orador elocuente en varios idiomas.
Dos películas quedaron también en mi memoria por su alto contenido humano: El Puente, que narraba la defensa de un puesto militar por unos chiquillos alemanes en los últimos días de la Guerra Mundial y La patrulla, un grupo de veteranos de la guerra española que, a las puertas de Madrid, recién tomado, quedan en volver a encontrarse después de unos años, para analizar la trayectoria de cada uno en la vida civil.
De Ingmar Bergman vimos El séptimo sello, Fresas salvajes y El manantial de la doncella. A pesar de la gran expectación que estas películas despertaron en nosotros, en general no creo que fueran del agrado del respetable, cuyo paladar no estaba para exquisiteces; aunque, eso sí, todos decíamos que eran magníficas y que nos habían encantado, no fuera alguien a pensar que éramos unos ignorantes.

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