Un puñado de nubes, 56

15-06-2011.

Alfonso acababa de despertar y, penosamente, intentaba poner en orden su dormitorio, que el guardaespaldas y el hijo de Nicola Corleone habían puesto patas arriba. Salió de la cama y lo primero que comprobó fue que habían desaparecido el paquete con la cocaína y un sobre con varios centenares de euros que solía guardar en la mesilla de noche. «¡Salauds! ¡Putains d’enculés de merde! ¡Nom de Dieu, nom de Dieu!», blasfemó en francés. Se dijo que le quedaban muchos asuntos por resolver aquel día, empezando por ir a un otorrino porque, cuando movía la cabeza, sentía como zumbidos sordos en el cerebro. «Pero primero –pensó– me voy a dar un baño, a ver si me reanimo de una vez». Se acababa de poner el albornoz, cuando oyó que llamaban a la puerta con insistencia, primero al timbre y luego zarandeando los barrotes de la verja. Creyendo que podía ser alguno de los esbirros de Corleone, entreabrió con cautela la cortina de la ventana que daba a la calle y vio que se trataba de León. «Vaya, vaya. Por fin», murmuró, mientras accionaba el mando a distancia que abría la verja y la puerta de entrada al chalé.

—¡Joder!, Alfonso, ¡qué mal aspecto tienes! ¿Tú te has visto? ¿Qué son esos hematomas? ¿Qué te ha pasado? ¿Te has caído? —fue lo primero que le dijo León esbozando un abrazo—.

—Son las caricias del gorila de Nicola —contestó Alfonso con media sonrisa irónica—. Lo que me preocupa de verdad es el oído. Pero dime: ¿qué tal lo de Rosalva? Te he llamado no sé cuántas veces y ya me tenías preocupado.

—Pues tranquilízate, que todo está resuelto y ella y mi Juan ya van camino de Barajas. Tengo que decirte, sin embargo…

León le iba a referir lo del chantaje del agente Navarro, pero Alfonso echó a andar diciéndole:

—Anda, ven y me lo cuentas todo mientras me baño. Después nos vamos fuera a tomar algo. Tengo también que ir al banco, que telefonear a mi psicólogo para que me recete lo que me falta y, si no se me olvida, quisiera que un buen otorrino me viera este oído.

Sentado en una banqueta, a un metro escaso de la lujosa bañera, León se sorprendió de ver el cuerpo de Alfonso lleno de moretones. Aquel cuerpo que, pese al lujo y los masajes, anunciaba la decrepitud. La verdad es que no había visto nunca a su amigo desnudo, ni cuando, en el internado de Úbeda, aquel inspector quería que mantuvieran las puertas de las duchas sin cerrar. «Qué jodida es la edad», pensó, antes de comenzar a relatarle, punto por punto, lo que su hijo Juan le había contado a él, cuando volvió de la comisaría con toda la documentación en regla.

—Rosalva estallaba de alegría —le contaba a Alfonso—. Tendrías que haberla visto: nos abrazaba a todos y, llorando como una chiquilla, brincaba dando palmaditas. Me recomendó decirte que nunca olvidaría lo que has hecho por ella.

Oyendo lo que decía León, Alfonso sintió, por primera vez desde hacía mucho tiempo, que un sosiego interior se adueñaba de su conciencia. Tenía la impresión de haber pagado una vieja deuda consigo mismo; de haber extirpado un remordimiento, que lo desazonaba desde el primer día que entró en Las casitas blancas. Era un sentimiento de culpabilidad que no procedía de que en el burdel se deleitaba físicamente, sino porque pensaba que, yendo allí, estaba contribuyendo, de alguna manera, a un repugnante comercio que impunemente se hacía con las mujeres. Liberada Rosalva, Alfonso tenía la impresión de haber hecho algo justo y bueno; de haberse comportado de manera responsable. Aquella agua caliente lo purificaba. Tal sentimiento le procuraba una apariencia serena, casi gozosa, que sorprendió a León. Ni siquiera cambió el semblante jubiloso de Alfonso, cuando León le contó el chantaje de Navarro y que, probablemente, el coste final excedería los cinco mil euros. «Lo único que he sentido –le respondió Alfonso– es no haber podido participar directamente en la liberación de Rosalva». Habiendo visto los hematomas y contusiones que se extendían por todo el cuerpo de Alfonso, León estuvo a punto de decirle que él había pagado más que ninguno. «Esta es el alma generosa y buena del inocentón Alfonso que yo conocí en el internado».

Envuelto en el albornoz de rayas blancas y azules, con sus iniciales bordadas en el bolsillo superior, Alfonso parecía ya otra cosa. León, sin embargo, vio que, cuando echó a andar, su amigo no mantenía bien el equilibrio.

—Mientras te vistes, ¿quieres que te prepare algo de comer?

—El frigorífico está de capa caída.

—Pues habrá que preparar algo para reponerte. ¿Desde cuándo no comes?

—He perdido la noción del tiempo. El cabrón del guardaespaldas me aporreó hasta dejarme sin sentido.

—Bueno, vamos a tener calma y a ver cómo solucionamos este asunto. ¿Te atreves a salir? Te convendría que te diera el aire un poco. Podríamos ir a La Luna, a ver si Indalecio te prepara un buen bocata de jamón y una cerveza o, mejor, primero un café bien cargado para reanimarte.

Alfonso, antes de traspasar la verja del palacete, volvió a tambalearse y tuvo que agarrarse al brazo de León.

—Mira, Alfonso; aunque La Luna esté ahí a dos pasos, vamos a llamar un taxi. Va a cobrar la tarifa mínima.

Al poco tiempo, Alfonso y León aparecían por la puerta del bar de Indalecio.

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