“El aguador de Sevilla”

(Diego Velázquez: Obras de juventud, 2)

Cuando contemplo el imponente lienzo de “El aguador de Sevilla” se me agolpan los recuerdos de mi infancia y primera juventud en que los aguadores o aguadoras voceaban, en los cines de verano, el agua fresca de los cántaros, que portaban en unas angarillas. Pareciera que el tiempo no hubiera transcurrido desde la época de Velázquez, hacia 1620, hasta más allá de mediados del siglo pasado. Velázquez trasciende la historia de estos tres largos siglos mediante la creación de arquetipos humanos que se identifican plenamente a lo largo del tiempo. Desde la instantánea que crea Velázquez (recurrimos a Ortega), como si fuese un fogonazo pictórico, somos capaces de ver la esencia de una profesión que se dilata casi hasta nuestros días.

Posiblemente, éste sea el cuadro técnicamente más perfecto de la etapa de juventud del pintor, a partir del cual su suegro, Francisco Pacheco, le encuentra preparado para dar el salto a la Corte. La fecha, como en otras ocasiones, está sujeta a controversias. Desde 1618, como “La vieja friendo huevos”, hasta 1623, en que lo coloca Jonathan Brown, ha habido diversas opiniones. Posiblemente esta última fecha no sea acertada, porque el personaje principal era bastante conocido en Sevilla con el apodo de “El Corzo” o “El Corso”. Ante estas dificultades para la datación, prefiero decir que se trata de una obra creada en el entorno de 1620, algo más tardía (su mejor técnica lo confirma) que “La vieja friendo huevos” y que “Cristo en casa de Marta”.

Como muchos de los cuadros de Velázquez (y de otros pintores), la obra pasó por varios propietarios hasta que José Bonaparte intentó trasladarla a Francia con todo un cargamento de obras maestras. Tras la derrota de las tropas francesas en la batalla de Vitoria y la captura del cargamento, fue concedida, por deseo expreso de Fernando VII, al duque de Wellington, que ayudó eficazmente a la expulsión de los franceses en la guerra de la Independencia. En la actualidad, se expone en el museo de Wellington de Londres, en Apsley House.

La obra, dada su fecha, sigue la estela tenebrista de la época, aunque nunca con la intensidad de Caravaggio, Ribera o Ribalta. El claroscuro está claramente definido. La luz ilumina el cántaro grande y el pequeño y, sobre todo, al viejo aguador y al adolescente (el mismo modelo que en “La vieja friendo huevos”), que recibe de aquél un vaso de agua transparente, pleno de una luz clara, mientras otro personaje, un joven adulto, en el centro del cuadro, permanece un tanto indefinido en la penumbra. Una línea casi recta (desde la cabeza del anciano hasta su mano izquierda, mostrándonos una camisa blanquísima), otra formando un semióvalo (que abarca la cabeza del jovencito, el vaso transparente y la cántara pequeña) y dos oblicuas (una, arriba, desde la cabeza del adolescente a la del anciano y otra, abajo, desde la mano del aguador, iluminando el cántaro grande, hasta el cántaro pequeño) definen un recorrido luminoso que se ajusta a las tendencias de la época, en las que la simetría ha sido sustituida por líneas más dinámicas, fuera del equilibrio compositivo del Renacimiento. La luz, pues, determina el tipo de composición en el que, para mayor complicación, nuestro artista consigue la genialidad de sacar el cántaro grande del cuadro, trasladándolo al espacio del espectador, como después veremos en Frans Hals (acordémonos de “El alegre bebedor”) y mucho más tarde en algunas obras del postimpresionista y precubista Cézanne. Un cántaro en el que Velázquez, demostrando sus dotes para el dibujo y el empleo de la luz, se esmera hasta el detalle [1]: los goterones, las estrías y el exudado del mismo son sencillamente insuperables [2].

El cuadro plasma una escena cotidiana, muy común en Sevilla y en todas las ciudades del sur, en la que un viejo aguador (oficio muy común entonces), de rostro curtido, pero noble y un tanto triste, con ropas pobres, pero limpias, entrega un vaso de agua cristalina, con un higo en el fondo, para darle un sabor más dulce y un aroma más perfumado [3]. Un tercer personaje, joven adulto aunque con rostro bastante indefinido, bebe con avidez de un tazón de cerámica, ajeno, al parecer, a la escena principal del cuadro.

Las interpretaciones sobre el mensaje de la obra, como en muchas otras de Velázquez, son muy variadas. La más seductora, quizás, es la de Julián Gállego, según el cual la composición representaría “La Sed” e incluso las tres edades del hombre, en una ceremonia iniciática en la que un anciano entrega una copa (la copa del conocimiento) a un adolescente, mientras un tercero bebe ávidamente. Es decir, «La Vejez tiende a la Mocedad la copa del conocimiento, que a ella ya no le sirve, mientras el hombre de media edad bebe con fruición» [4]. El autor no explica con claridad la función de la edad intermedia, por lo que la teoría de las tres edades queda bastante incompleta.

De todas maneras, desde mediados de siglo, hay un intento por explicar las obras de Velázquez en clave simbólica y creo que sería mucho más acertado atender también a lo que tenemos delante de nuestros ojos. Una fusión entre el naturalismo‑realismo de Velázquez con el simbolismo, que pudiera haber en algunas de sus obras, sería una postura ecléctica muy interesante, y posiblemente más acorde con el pensamiento del pintor [5]. Así pues, en este cuadro percibimos la instantánea de una escena cotidiana a la que Velázquez otorga una prestancia igual que si se tratara de un acto cortesano. Nuestro pintor, amigo de contrastes y antítesis, es capaz de mostrarnos un simple aguador, de rostro ajado y viejas ropas, con la misma actitud mayestática que si fueran los mismos reyes. El hieratismo del personaje central rezuma dignidad dentro de su pobreza. Esa es, entre otras, la gran fuerza de Velázquez: el amor al ser humano, sea cual sea su condición social; de ahí su grandeza como pintor (pintor de pintores, en expresión de Manet). Pero el juego de contrastes lo lleva también a los cacharros: el volumen compacto del cántaro grande frente a la liviandad y transparencia del vaso que entrega al niño. Y todas esas diferencias, aparentemente antitéticas, es capaz de dotarlas de un sentido unívoco y equilibrado, en una obra con una gran lógica compositiva.

En cuanto al color, poco podemos añadir respecto a la obra comentada anteriormente. Unos colores apagados (terrosos, pardos y ocres) en abierto contraste con la luminosidad de los blancos purísimos del cuello del niño y de la manga de la camisa del aguador.

En conclusión, una obra maestra que culmina su primera etapa sevillana, realizada con la solemnidad y la dignidad con que Velázquez trata a sus personajes, en este caso, como en todos los bodegones con figuras que pinta en esta época, acompañados de una naturaleza muerta que cobra vida en contacto con el ser humano.

Cartagena, 13 de mayo de 2014.

jafarevalo@gmail.com

 



[1] La minuciosidad de los detalles de los cacharros, que forman parte esencial del cuadro, nos recuerdan la pintura flamenca (Van Eyck sería un ejemplo notorio).

[2] Esta minuciosidad en el dibujo, en la que profundizará mucho más tarde el hiperrealismo, parece ser que se practicaba ya en Grecia. La anécdota entre Apeles y Parrasio (otros citan también a Zeuxis), compitiendo por ver quién hacía un racimo de uvas más identificado con el natural, que engañara a los pájaros y a las mismas personas, nos indica una gran preocupación, desde siempre, por reflejar la naturaleza con la mayor exactitud posible, mediante el dibujo, la luz y el color.

[3] Algunos apuntan al carácter sexual del detalle. Todo el mundo jugando a ser Freud.

[4] J. Gállego, en el libro‑catálogo sobre Velázquez (pág. 73), recoge la teoría con esas palabras, que ya expuso en su libro “Velázquez en Sevilla”.

[5] Lo veremos con más claridad en “Las hilanderas” o “Fábula de Aracne”.

Autor: Juan Antonio Fernández Arévalo

Juan Antonio Fernández Arévalo: Catedrático jubilado de Historia

Deja una respuesta