5. Un encuentro inesperado.
Cuando se marchó mi madre, el padre Velasco le dijo a Yolanda que me acompañara al dormitorio. Cruzamos el patio de columnas, salimos al jardín y nos dirigimos, a mano izquierda, hacia un gran edificio de color ocre con grandes ventanales de donde venía un denso olor a sopicaldo de hospital. En la otra dirección, se oía el griterío de los niños que jugaban al fútbol. El dormitorio era rectangular con tres hileras de camas, perfectamente alineadas.
Recuerdo, como si fuera ayer, que Yolanda hizo la cama, puso sábanas limpias y me dijo que guardara la pastilla de jabón, el cepillo de dientes y la toalla, en un cajón que había debajo del somier. Después, por una escalera que había al final del pasillo, bajamos al almacén. Todavía siento el intenso olor a naftalina. Allí se guardaban pantalones de pana, cazadoras y zapatos viejos. Puse mi ropa en la maleta, la coloqué sobre una estantería de madera y me vestí con el uniforme del colegio: unas botas ‑del número veintiocho‑ en buen estado, un pantalón de pana, y una cazadora vieja y gastada.
Vestido con aquel disfraz de niño pobre, nos encaminamos en dirección al campo de juegos. El día estaba frío y gris. Las voces de los niños se oían cada vez con mayor claridad. Empezaba a lloviznar. Yolanda me dejó con el hermano Gutiérrez, un hombre de aspecto rural, bajo y regordete, con una sotana ajada y descolorida, el pelo cortado al rape, la voz profunda y las manos como panes. Me preguntó el nombre, se lo dije y, sin mirarme apenas, sacó un silbato del bolsillo de la sotana, lo tocó dos veces seguidas y se hizo un silencio riguroso. Cuando el hermano hacía sonar el silbato con un toque tajante y conminatorio, la vida parecía detenerse, como cuando se va la luz y nos quedamos en silencio, sin terminar la frase que estábamos diciendo. Los niños se quedaron quietos unos instantes y, en seguida, formaron dos largas filas para ir al comedor.
La vida allí me producía un pánico terrible; me encontraba en un mundo desconocido, más asustado que un ratón, y me parecía que los demás niños me miraban de forma provocadora. Tenían pinta de golfillos callejeros: astutos, avispados, con la mirada recelosa y el miedo reflejado en el rostro. Pero lo que nunca olvidaré es que, al empezar las filas a moverse, oí un siseo detrás de mí, giré la cabeza y sentí que el corazón me saltaba del pecho. ¡Qué alegría tan grande!Pocas alegrías he tenido a lo largo de mi vida, tan grandes como aquella. Por la cara que puso, me di cuenta de que me recordaba. ¡Era “El Colilla”! Recuerdo sus ojos, los ojos de “El Colilla”, pequeños y brillantes como alfileres, que me miraban con un descaro enorme. Son cosas imposibles de olvidar. Bajó la cabeza aguantándose la risa y me dijo, con el dedo, que me callara.
Los vasos y los platos eran de aluminio con una anilla en la cara posterior, como los que llevaban en el cine los soldados sujetos a sus correajes. Las mesas, para seis alumnos cada una, eran de mármol y, en el centro, había una gran jarra con agua. Tuve suerte: me colocaron a la derecha de “El Colilla”. Cuatro señoras con uniforme de color azulón pasaban por las mesas y servían los platos sin decir una palabra. Todos estábamos en silencio; sólo se oía el molesto repiqueteo de las cucharas en los platos.El comedor se llenó del denso olor a caldo de garbanzos; el hermano dijo una frase en latín, y todos respondieron «Deo gratias». A partir de ese momento, pudimos hablar.