4. Los niños que nunca fracasaban.
Tres meses después, el sacerdote se presentó en la escuela a última hora de la tarde. Por su forma de mirar, noté que hablaba de mí con el maestro. Supongo que le diría que no era un niño demasiado travieso y que tenía buena memoria, porque, al mes siguiente, recibimos una carta diciendo que me habían admitido en el colegio de los jesuitas de Buenavista, un pueblo a sesenta kilómetros del mío.