(Diego Velázquez: Obras de juventud, 2)
Cuando contemplo el imponente lienzo de “El aguador de Sevilla” se me agolpan los recuerdos de mi infancia y primera juventud en que los aguadores o aguadoras voceaban, en los cines de verano, el agua fresca de los cántaros, que portaban en unas angarillas. Pareciera que el tiempo no hubiera transcurrido desde la época de Velázquez, hacia 1620, hasta más allá de mediados del siglo pasado. Velázquez trasciende la historia de estos tres largos siglos mediante la creación de arquetipos humanos que se identifican plenamente a lo largo del tiempo. Desde la instantánea que crea Velázquez (recurrimos a Ortega), como si fuese un fogonazo pictórico, somos capaces de ver la esencia de una profesión que se dilata casi hasta nuestros días.