La abuela de Zacarías

Podríamos haberlo llamado el CLUB DE LAS SEGUNDAS ESPOSAS, pero era simplemente una reunión de matrimonios en un apartado cortijo de la sierra, un sábado de octubre, con los días acortándose poco a poco, mientras el ambiente refrescaba y los chopos se doraban junto al río, que llevaba, casi en silencio, un modestísimo chorrillo de agua.

La sierra estaba bonita y ya empezaba ese tiempo precioso en que tanto apetecen unas chuletas a la brasa, con alioli y un par de vasos de vino. Era una tradición reunirnos, en la sierra, los tres matrimonios unidos por una leal amistad y por el hecho curioso de ser tres divorciados, casados el mismo verano con sendas muchachas solteras.

La coincidencia había establecido, entre los hombres, una suerte de complicidad que fomentábamos con estas reuniones, ayudados además por el hecho, no tan corriente, de que nuestras esposas parecían entenderse perfectamente.

Ya hace años de esto. Incluso fumábamos todavía. De manera que, después del almuerzo, mientras las mujeres hablaban de sus cosas y supongo, por las risas y los gestos, que le estaban “haciendo un traje” a alguna amiga ausente, nosotros ‑el Zacarías, Bernabé y yo‑, algo alejados del fuego donde estaban las damas, nos fumábamos el enésimo cigarrillo y chupeteábamos el tercer whisky. Tras una pausa en la conversación, uno de esos intervalos espontáneos de silencio que dejó oír de pronto las risas de las señoras, el Zacarías entornó los ojos, se rió solo un instante y empezó a hablar:

«Cuando me divorcié ‑hace ya más de veinte años como sabéis‑, alquilé aquel apartamento cerca de la playa y empecé a vivir solo, me pareció simpático poner un león de peluche sobre la cama. Las visitas femeninas lo veían y yo intuía que estaban percibiendo una especie de mensaje pícaro. Yo explicaba que simplemente era mi signo, que no insinuaba nada, pero ayudaba a crear cierta atmósfera ‑ya me entendéis‑.

Mi verdadero signo es Piscis, pero ni encontré un peluche adecuado ni me pareció que el icono correspondiente ayudara a crear la atmósfera que yo pretendía. Eso de ser animales de sangre fría me desanimaba incluso a mí.

Desde que me enteré de lo del Zodíaco yo siempre quise ser Leo, el rey de la selva. En la pandilla, todos queríamos ser Leo. Si hubiera un signo Tigris, pues ya sería otra cosa; pero ¡quién quiere ser Escorpión, o Cáncer!

Mis tres hermanos también querían ser Leo. Toda la familia quería ser Leo; pero la única Leo era mi abuela. A ella, todos ‑incluso las vecinas‑ le decían Leo, excepto mi abuelo que le decía de todo menos bonica…; y menos, Leo.

Se llamaba Leonarda, no Leoparda, como la llamaba mi abuelo en las grandes solemnidades, con público delante. Nunca conocí otra Leonarda. ¡Por Dios, qué nombre!, decían algunos al oírlo por primera vez. Se quedarían sus padres descansando. Entonces y sólo entonces salíamos nosotros en su defensa: Pues peor hubiera sido Leopolda, como si sólo hubiera esas dos posibilidades. Realmente yo pensaba que haberle puesto Leonor hubiera sido como desperdiciar el nombre, pero sigo.

Adivináis que no me hacía mucha gracia. La abuela Leo era la madre de mi madre, pero parecía su suegra. Sólo se dirigía a ella para hacerle continuos y variados reproches que podríamos reducir a: Hija, eres una inútil y no sé cómo te apañas, pero es que no haces nada bien. Y le decía eso, estuviera quien estuviera delante. Mi abuela podría ser un bicho, pero llevaba mucha razón. Mi madre, a quien yo quería muchísimo, era muy buena, casi una santa; pero en cuestiones prácticas era una pena».

Zacarías aplastó la colilla en el cenicero de cristal y dirigió la vista al infinito. Pareció entristecerse con los recuerdos, calló un momento y nos ofreció otro poco de whisky. Los tres repetimos. Confidencias tan personales no eran la costumbre; así que Bernabé y yo guardábamos un embarazoso silencio esperando más. Zacarías era el dueño de aquel cortijo, medio abandonado para el cultivo, pero más o menos aceptable como vivienda ocasional. Desde que compró el generador, el confort había mejorado muchísimo y tres o cuatro veces al año nos citábamos para pasar allí un fin de semana. Las tardes se prestaban a las anécdotas y a las experiencias más o menos pintorescas: nosotros las nuestras y las mujeres las suyas. Luego, jugábamos a las cartas o hacíamos tertulia entre todos.

«Mi abuela no tuvo más hija que mi madre, que le dio sus únicos cuatro nietos, mi hermano Javi, yo y las mellizas. Aunque no os lo creáis, no se recuerda que ninguno de nosotros recibiera de ella una frase cariñosa. Fíjate que, cuando yo hice la comunión, que todas las vecinas me comían a besos y celebraban lo guapísimo que iba, según ellas, con mi traje blanco y mi pajarita, fui a que me viera mi abuela y va y me suelta: Jesús, si pareces un camarero del Opus con ese rosario colgando. Seguro que el traje te lo ha elegido tu madre. Lo que era el Opus lo supe veinte años más tarde.

Mi abuelo la llamaba de usted para impedir cualquier intento de confianza por parte de ella; y el tono empleado era especialmente áspero. Con los nietos mejoraba mucho, pero tampoco era un hombre cariñoso. Ni nos cogía en brazos, ni jugaba con nosotros. Eso sí, a veces, sacaba la cartera y me daba un duro de papel para la hucha, a cambio de lo cual se dejaba dar un beso. Me mandaba a jugar y él seguía con el ABC.

Que yo sepa, a mi abuela el único que le gustaba era Jorge Negrete. Lo digo porque, una vez, le vi un retrato metido en un librito de tapas negras, que resultó ser “La Imitación de Cristo”, que lo recordaréis, de Tomás de Kempis.

Yo me preguntaba qué podría haber unido a aquellos dos ancianos que tan ostensiblemente se repudiaban; pero no lo supe hasta mucho más tarde, siendo ya un hombre. Mi abuela había sido, de joven, criada en casa de los padres de mi abuelo, entonces un muchacho, que eran gente de cierta posición. Por cierto, que este cortijo donde estamos es lo único que aún conservo de sus antiguas propiedades. Las confianzas, las bromas y las hormonas ya efervescentes dieron lugar a un inoportuno embarazo y a un matrimonio sin amor, forzado y desigual. De ese desliz nació mi madre. Tengo por cierto que mi abuelo, avergonzado por la forzada unión, mantuvo siempre las distancias y siguió tratando a su esposa como si fuera su criada.

Yo no quería a mi abuela, eso lo tenía claro; pero a mi abuelo, tampoco. A ella, por desagradable; y a él, por haber permitido que maltratara a mi madre. Cuando mi abuelo murió, ella se quedó sola en el viejo caserón, pues mis padres no aceptaron vivir con ella, ni llevarla a casa; si bien, la visitaban con frecuencia. También nosotros, sus nietos, nos acercábamos por allí, a dos calles de distancia, por instancias de mi madre. Yo, que entonces tenía unos catorce años, iba cada pocos días a regarle las macetas del patio y a hacerle pequeños encargos. Ella salía muy poco. Una vecina, también viuda aunque algo más joven, la recogía cada tarde y la llevaba a la iglesia para el rosario».

Zacarías hizo otra pausa, repartió otro chorrito de whisky y fue a la cocina a por hielo. Volvió al instante, excusándose porque ya no quedaba y habría que esperar a mañana, para formar más. «Agua fría sí hay», ofreció a modo de excusa. Zacarías, que había empezado sus confidencias en tono ligero, casi humorístico, se había ido poniendo serio conforme avanzaba el relato. Se le notaba cierta dificultad para referir algunas cosas, como si se arrepintiera de haber hablado tanto y de rebelar asuntos de familia de los que no dan lustre ni categoría. Pero siguió. Por la razón que fuera, quería desahogarse y necesitaba alguien que le escuchara.

«Yo tenía entonces la estúpida afición de los petardos; bueno, yo y todos los de mi pueblo. Era nuestra afición favorita en las tardes de verano. A veces los comprábamos y otras los hacíamos nosotros mismos a base de carbón molido, azufre y clorato potásico, que eran unas pastillas blancas que vendían en la farmacia, creo que para la garganta. Triturábamos todo y conseguíamos que explotara como la pólvora.

Ya había dado yo algunos sustos a niñas y no tan niñas y había recibido algún tortazo y quejas a mi padre, que se solventaban en casa con castigos de todo tipo; pero al final, escondiéndome, volvía a lo mismo.

Mi padre vivía al margen y, si me daba un tortazo, era a su pesar, al ver la impotencia manifiesta de mi madre para llevar la casa y los niños. Había llegado al pueblo, cuando ganó las oposiciones de secretario del Ayuntamiento y, entre las mozas casaderas, escogió a la más modosita, que además era única heredera. Creo que no era feliz, pero nunca hablamos de eso. No teníamos confianza.

Bueno, os estaba hablando de mi abuela. No sé cómo me vino a la cabeza gastarle una broma pesada, pegarle un susto y divertirme oyéndola gritar: Gamberro, ¿es que quieres echar la casa abajo? Sabía que aquella broma iba a tener malas consecuencias para mí, pero me atraía demasiado y no pensaba renunciar; así que llené una lata de terrones de carburo, que entonces se usaban mucho para alumbrar, y me planté en casa de mi abuela, ocultándola detrás de la espalda. Ella estaba en la salita, junto a la puerta del patio, cosiendo algo con sus gruesas gafas de cerca y creo que no vio nada: Buenas tardes, abuela, dije; voy a regar los geranios, que están muy secos. No los encharques, que los pudres, contestó ella. Salí al patio y me dispuse a llevar a cabo mi estúpido plan.

Bueno, Bernabé sí sabe lo que es; pero tú, quizás no. Cuando la luz eléctrica no era tan general como es ahora, en los cortijos y en muchas casas, sobre todo en los pueblos, se usaban candiles, velas, quinqués y otros artilugios; pero el que más alumbraba y daba una luz más viva era lo que llamábamos un carburo. Creo que se sigue usando en espeleología. Fundamentalmente, era un cilindro metálico compuesto por dos partes que se enroscaban, muy parecido a una cafetera italiana de las que tenemos en casa. En la parte de arriba, se echaba agua que caía gota a gota en la parte de abajo, que contenía carburo cálcico. Al contacto con el agua, se desprendía gran cantidad de acetileno que salía por un pitorrillo y, si lo prendías, ardía con una llama muy brillante. En este cortijo teníamos dos que quizás anden todavía por ahí.

Ahora no comprendo cómo pude ser tan temerario ante una cosa que apenas conocía, por pequeñas pruebas que les había visto a algunos mayores. Era una edad tonta y yo era más tonto todavía.

Fui al alcorque del jazminero y preparé un charquito para echar el carburo, una buena cantidad y, no teniendo algo mejor, lo tapé con una tinaja de barro que hinqué en tierra todo lo que pude; incluso le puse tres ladrillos encima. Me hubiera quedado allí a ver qué pasaba, pero no me fiaba y salí escopeteado a la calle y me quedé a pocos pasos de la puerta, pegado a la pared. Los segundos parecían horas y ya estaba por volverme y entrar a ver, cuando sonó la explosión más horrible que había oído jamás. No sabía si echar a correr o entrar a la casa. Tras unos instantes de confusión, entré y vi a mi abuela en el suelo, apretándose el pecho con ambas manos y respirando con ansia. ¡ABUELA, ABUELA!, gritaba yo asustadísimo, pero ella no respondía. Salí a la calle a buscar ayuda y, cuando conseguí explicarme y que dos vecinas me acompañaran al interior, mi abuela Leo, inmóvil en el suelo, me miraba fijamente y ya no respiraba. Lo que pretendía ser una broma pesada, le había costado la vida a la pobre mujer.

El médico confirmó la previa cardiopatía de mi abuela y que, de todas formas, estaba muy delicada y era cuestión de tiempo. Por mi parte, yo estaba asustado y no sabía qué me podía caer; nada bueno, por supuesto. Mi salida fue llorar. Lloré muchísimo, aunque en el fondo no estaba tan arrepentido; pero sabía, intuía, que aquel llanto inconsolable era mi única defensa. Hace casi cincuenta años de aquello y ahora me asombro de lo malo que fui, de lo malo que puede ser un niño que no era malo.

Mi ambigua satisfacción venía de que, en cierto sentido, había sido el vengador de mi familia. Piscis contra el León y había ganado. Recuerdo que incluso detecté cierta admiración entre mis hermanos. En el patio, los cascotes de la tinaja se habían cargado tres cristales de una ventana y otras cuatro o cinco macetas, cuyas flores llenaban el suelo. Si me hubiera quedado allí no sé qué hubiera pasado.

En los días siguientes, aproveché cualquier ocasión para seguir llorando y que me vieran, de forma que mi madre se veía obligada a consolarme: No llores más hijo, no has sido tú, han sido los años, cálmate, cálmate.

Lloré tanto y tan convincentemente que se vieron obligados a llevarme al pueblo de mi padre, con una hermana suya, y allí me tiré hasta que empezó el curso. Y todo el mundo consolándome y dándome caprichos. Qué cosas.

Ahora, con los años, se ven las cosas de otra manera.

¡Qué injusto fui con mi abuela Leo! La criada del señorito, cortejada y halagada por las carantoñas y picardías del joven patrón, al que se entrega, quizás enamorada, quizás engañada, y que, tras un casamiento por lástima, sigue sin ser nadie en la casa. La abuela Leo que descargó su amargura a su alrededor, porque era tanta que no le cabía dentro. La abuela Leo que veía a su hija culpable de su desgracia. ¡Qué se podía esperar!».

¡Leonarda! Efectivamente, se quedaron sus padres descansando.

jmferc43@gmail.com

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