Presentado por Manuel Almagro Chinchilla.
Como en el artículo anterior, Ramón Quesada nos transmite la belleza de la ciudad de Úbeda que lleva en su alma, posible pero aún irreal. Sabe que una manera de conseguirlo es animando a quienes tienen la posibilidad y la capacidad de acción. Para ello, no desaprovecha la ocasión de ponderar las acciones llevadas a cabo por un gran alcalde, Jerónimo Garvín Mesa, responsable de gran número de actuaciones. En este sentido, aunque no se menciona en el artículo y para situarnos cronológicamente en aquella época de hace cincuenta y un años, hay que resaltar un hito de referencia, cual fue el traslado de la estatua del general Saro desde el paseo del Mercado (actualmente plaza del 1.º de mayo, donde se levanta la estatua de san Juan de la Cruz) a su actual emplazamiento en la plaza de Andalucía.
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Venimos asistiendo, desde que poseemos uso de razón, a unos récords locales de modernización. Así es, en efecto. Nada más sencillo y terminante que un paseo ‑agradable siempre‑ por la estructura de Úbeda, para apreciar todo lo grande y maravilloso que los hombres han hecho al paso de los años por la urbanización y embellecimiento de esta ciudad histórico‑artística.
Bien es verdad que a Úbeda, ya de por sí hermosa, a no dudar, le faltaba infinidad de importantes detalles para que fuese alegre, luminosa y confortable. Ya lo es. Y lo es porque cada hombre, cada alcalde, ha sabido crear o eliminar un determinado motivo que lo demuestre. Este es el caso del nuevo Sr. Alcalde, don Jerónimo Garvín Mesa. Un hombre que para empezar, conocedor a la perfección del problema de la circulación en nuestras calles, está llevando a cabo, de forma perfecta y práctica, un medio de solución digno de una refinada y elogiosa mentalidad como la suya. Testigo sólo para empezar: la polícroma plaza del General Saro. Apenas a unos meses de ser nombrado y ya claros destellos de saber, de tesón y de actividad y buen gusto se despintan, como clara alborada, firmes y erguidos sobre una base personalísima de aciertos que no se pueden silenciar. Don Jerónimo, apacible y simpático con todos, sin excepción de clases, es esa persona sencilla y grande al mismo tiempo que el espíritu y carácter del corazón de Úbeda ‑galante por costumbre‑ agradece a la Providencia.
Este hombre, la verdad sea dicha como demostración patente, clara y manifiesta, está a la altura del mejor y más preclaro alcalde de muchos pueblos en España. Su constante y activo servicio, atento a la perfección de sus propios medios expresivos, su idónea personalidad dotada de grande experiencia, adquirida a costa de una honesta preocupación sensiblemente demostrada, junto con ese afán de superación que ya sobresale como la mano que instruye, que empuja a ese amanecer nuevo de tinos ubetenses, están haciendo de nuestra patria chica, saboreada en todos los confines como ciudad antigua, envidiado metrónomo moderno, marcador fiel de nuestras aspiraciones y ritmo de vivir. Un grano más de historia para nuestra Historia.
Estamos a las orillas ‑¿admiten la palabra?‑ de un caudaloso río de renovaciones psicológicas. En sus márgenes ya se asientan, confiados y firmes, los aciertos de otras autoridades como una nacarada estela cuajada de belleza y acción. Y, para esto, para seguir el surco profundo de cualidades patrias, el ubetense ha depositado su fe, su exigencia puesta siempre en empeños útiles, en la recta figura y clara visión de don Jerónimo Garvín Mesa. Sabemos ‑apostaríamos por la afirmación‑ que el señor Garvín está suficientemente y magníficamente dotado para seguir acumulando grandezas a estas orillas de nuestros lares amados. Lo tiene ya demostrado. Vaya, pues, para él, el reconocimiento de un pueblo noble que admira y aprueba los desvelos de un alcalde ejemplar.
(28‑09‑1963).