2. Mi amigo “El Colilla”.
Nací en Pinares, un pueblo recostado en la ladera de la sierra entre bosques de pinos y olivares, cerca de un río, alejado del tren y de la carretera general. Tenía una plaza con porches y columnas de piedra desgastadas por las inclemencias del tiempo; una iglesia con un nido de cigüeñas; una fuente; un reloj que pregonaba las horas, inexorablemente, y dos campanas que tocaban a misa por las mañanas, y llamaban al rosario por la tarde. La plaza era el campo de juegos de la chiquillería.
Al otro lado, frente de la iglesia, se encontraba la casa del alcalde, una antigua mansión en la que muchos años antes había vivido un señorito, dueño de media comarca. La puerta de la casa estaba siempre abierta y, en el portal, sobre el arco de la entrada, llamaba nuestra atención una enorme cabeza de jabalí, que había cazado el señorito en una montería. Los niños pasábamos las horas muertas contemplando los colmillos del animal, hasta que alguna criada nos amenazaba con la escoba.
Los sábados por la mañana, los comerciantes invadían nuestra zona de juegos para instalar en la plaza sus puestos de venta. El carnicero tapaba la calle principal con un carretón del que colgaban cabezas de oveja, piernas de ternera, costillas, ristras de chorizos y morcilla en tiempo de matanza. Los cortijeros alfombraban la acera con ajos, cebollas, patatas, pimientos y membrillos. Traían también aceite a granel, queso curado, almendras y miel de romero. A los chiquillos, nos entusiasmaba corretear entre los puestos de los vendedores y observar cómo voceaban sus mercancías, sin perder de vista a los granujillas que pululaban alrededor de las mesas, esperando una distracción para hurtarles un puñado de almendras o alguna fruta.
Había en mi pueblo un niño muy despierto, con el pelo de punta y unos ojos brillantes como alfileres; se llamaba Emilio, pero todos le llamaban “El Colilla”. Los tenderos le temían como a un nublado: era verlo aparecer y se los llevaban los demonios.
—¡Niño, márchate de aquí, que me espantas la clientela! ¡Guardia! ¡Guardia…!
Las mujeres se acercaban a los puestos, preguntaban el precio y levantaban los brazos, escandalizadas, quejándose de que todo estaba por las nubes; pero los aldeanos no cedían a sus regateos. Cuando se convencían de que el tendero no soltaría prenda, volvían a preguntar y tomaban la decisión. Atento en una esquina, “El Colilla” esperaba con paciencia oír la frase mágica:
—Aquí tiene señora, dos kilitos de patatas… bien pesados.
En el momento en que entregaban el dinero de la compra, “El Colilla” echaba a correr, pasaba junto al puesto y fingía coger algo; entonces, los otros chiquillos gritaban como locos:
—¡Que le roba las almendras! ¡Que le roba las almendras!
“El Colilla” se refugiaba detrás de la iglesia, hasta que pasaba “la tormenta”, y los chiquillos aligeraban el puesto del tendero, cuando lo abandonaba para perseguirlo. ¡Qué diablo de criatura! Sentía miedo de que aquellos hombres tan brutos me tomaran por uno de los golfillos y me dieran un par de bofetadas; pero, al mismo tiempo, me divertía verlos actuar.
De la noche a la mañana, “El Colilla” desapareció. En la escuela, se decía que se lo habían llevado a un colegio, por malo, y allí lo tendrían encerrado, hasta que se hiciera un hombre de provecho. Yo comprendía muy bien lo que era un hombre, pero no entendía qué significaba «un hombre de provecho». Me imaginaba que sería un hombre serio como don Mariano, el maestro; o don Ignacio, el secretario del Ayuntamiento.
Me despertaron las campanas. El día que murió mi padre lo guardo, en la memoria, como es el más vivo recuerdo de aquella época. Unas vecinas ayudaron a mi madre a amortajarlo. Le pusieron un traje marrón, una camisa blanca y una corbata negra. Hacía poco más de un mes que yo había cumplido cinco años. Durante todo el día desfilaron, por la casa, la familia, los amigos y algunos curiosos, que pasaban por la calle, se paraban a mirar por la ventana y, al final, se decidían a entrar. Yo no entendía nada. Aún resuena en mis oídos el sonido del bronce. Los actos fúnebres se celebraron por la tarde, cuando los hombres regresaron de la sierra. Asistió todo el pueblo. Mi madre se quedó en casa, con una cara de pena que yo no me cansaba de mirar.