Como, para llegar al terreno que había comprado al gobierno, tenía que cruzar el río, decidió levantar un puente que uniera su yunta de tierra con el pueblo. El gringo, su diminuta mujer y los gemelos acarrearon en la ranchera tablones, maderas sin desbastar y herramientas. El gringo dirigía, su mujer observaba y los gemelos, uno sobre los hombros del otro, desde el lecho pedregoso del río, sin temor a las alimañas, iban colocando los troncos de los árboles, que alcanzaban de orilla a orilla, sin miedo a nada porque el gringo O’Reilly checaba con la carabina dispuesta a disparar a las víboras cascabel de diamante que, con los golpes, asomaban la cabeza entre las piedras.
En una semana levantaron un primer paso sobre el río. No hacían falta las palabras. O’Reilly dibujaba en un papel y vigilaba el fondo del río con ojos de gavilán gallero, su mujer sonreía y asentía con la cabeza y Lisardo y Feliciano trabajaban duro. El carro lo dejaban del lado del pueblo, hasta que desbastaron los troncos y tablones, los entrelazaron con grandes ramales y tirantes de sicúas y los afirmaron con estacas clavadas profundamente a ambos lados del río. Aquel trabajo fue seguido por un buen número de desocupados y chiquillos, sin que ninguno diera una ayuda; pero todos opinaban sobre la conveniencia de que tal o cual tablón sería mejor o cómo sujetarlo más firme. Pero ni el gringo ni su mujer entendían nada, ni los gemelos oían una sola palabra. Por eso mismo, el puente pronto estuvo listo. Y cuando ya tuvo la anchura suficiente para que pasara la ranchera sin rozar las agarraderas de ambos lados, el gringo O’Reilly cruzó el río Negrón manejando el carro, dando grandes voces, y se instaló en su posesión.
Fueron días muy trabajados; pero el gringo, al acabar el puente, les puso a Lisardo y Feliciano un puñado de pesos en las manos. Ellos no sabían contar; solo habían tenido entre sus dedos calderilla de centavos que pronto se escurrían. Los dos agarraron tamaña borrachera que no se despertaron sino al tercer día. Y resucitaron limpios de cuartos y sucios de vómitos.
Cuando el gringo O’Reilly empezó a abrir hoyos para levantar un cobertizo donde acomodarse él y su mujer, volvió a buscar a los gemelos.
Brady O’Reilly había vuelto de la guerra hacía solo un par de años con dos recuerdos: una esposa coreana diminuta, pálida y silenciosa, y un trozo de metralla en la cabeza, sobre la sien izquierda, que le hacía dejarse la pelirroja cabellera larga hasta el cuello para ocultar la hendidura por la que entró el metal que lo tuvo entre la vida y el infierno.
A veces, sobre todo en las noches que soplaba el viento del desierto o se mamaba bien mamado de mezcal, o durante aquellos meses en los que estuvo levantando su casa y las alambradas que la cercaban, o antes de las lluvias de octubre, su cabeza rugía con los dolores de los trallazos. En esos arrebatos de dolor y borrachera, destrozaba los escasos muebles que había reunido, bramaba como los búfalos, maldecía, se mesaba los pelos rojizos, apresaba entre las manos su cabeza deseando exprimirla como una naranja o arrancársela de cuajo y alzarla como un trofeo, y salía a gritar al cielo en medio de la inmensa oscuridad de la noche turbulenta.
En una de aquellas madrugadas de delirios, a gritos pelados en su lengua infernal de gringo, apareció en medio de la plaza del pueblo disparando su pistola contra las estrellas. Nadie se atrevió a salir. Se oyó el crujido de las trancas para asegurar las puertas, se cerraron las celosías a pesar del fuego del aire y de la tierra, las madres ampararon a sus hijos entre los faldones o contra su pecho, los hombres se alzaron los calzones y se mantuvieron alertas y los perros ladraban enloquecidos. Cuando se le acabaron las municiones y cesó la balacera, arrojó la pistola al pilón y metió la cabeza en el agua verdosa y sucia para sofocar los truenos que estallaban en sus sienes. Al sacudir su melena empapada, parecía que chorros de sangre se estrellaban contra el murote de la pila. Luego se tumbó dentro, como si fuera un ataúd; pero, al ser tan grande su cuerpo, las piernas le colgaban por fuera.
Porque el agua del abrevadero era escasa; de lo contrario, se hubiera ahogado. Costó trabajo sacarlo: ni cinco hombres pudieron con él; hasta que llegaron, avisados, Lisardo y Feliciano, y jalaron del cuerpo de aquel gigante atronado, lo cargaron sobre sus hombros, uno delante y otro detrás, y se encaminaron, como en un entierro, al puente donde ya esperaba Haneul Wu, su esposa coreana.
Era finales de septiembre cuando acabaron de levantar el cobertizo, una casa con dos cuartos, una cocina, un porche, un gallinero, un corral con letrina y la alambrada que rodeaba y protegía aquella construcción. Fue entonces cuando el gringo O’Reilly le pidió a Lisardo, que era el que sabía escribir, que pintara el cartel:
EL QUE S SALTE ESTA VALLAY LLO LO PILLE
ENDENTROSBAAREPENTIRDEABERNASIO
YJO DE PUTA EL QUE SE SALTE ESTA BALLA
Y MARICONA