En el fondo de su corazón, Fuensalida Valcárcel esperaba que no prosperasen aquellos dos niños, tan idénticos el uno al otro que ni siquiera ella podía distinguirlos. Tuvo que ser a la partera Aguasanta Cascajosa a quien se le ocurriera anudar en un tobillo al primero de los nacidos un cabo de cuerda que encontró en el suelo, y le dijo a Fuensalida, mientras le apretaba entre dolores y gemidos, cuando ya asomaba la cabeza el segundo:
—Si no tienes ocurrencia de santo, al primero puedes nombrarlo Lisardo, como mi padre; y a este que llega, Feliciano, como el señor cura.
—Como el señor cura no, que a ese sí que nunca lo he metido en mi cama.
Los “Gemelos” nacieron en completo silencio. Tenían los oídos cerrados y la mudez en la boca. Y en silencio crecieron.
A Fuensalida Valcárcel le dio por decir, a los que preguntaban por quién fuera el padre de aquellos niños, que los concibió por obra y gracia del espíritu del silencio. Cuando el primer viernes del mes siguiente, las congregantes del Santísimo fueron a los cultos y le llevaron el chisme al padre Feliciano Gustoso de Dios, porque veían en aquellas palabras una blasfemia de las que pueden abrir en derecho las puertas del infierno, este no les hizo caso.
—Son nublos de la cabeza que tienen confundida, desde hace tiempo, a la pobre Fuensalida.
Las despachó sin más. Ninguna de aquellas congregantes escapulariadas pisaba la iglesia por fe, sino por superstición. No creían: temían. No rezaban: movían los labios. El corazón no las llevaba a la misericordia, sino a la censura. Tenían el pecho duro como las piedras negras del río. Al padre Feliciano le hubiera gustado, en más de una ocasión, arrojarlas del templo como hizo Cristo con los mercaderes; pero las amparaba en la iglesia.
Sin embargo, el caso de Fuensalida Valcárcel llegó a ciertas instancias del clero purpurado de Hermosillo y un fraile se encargó de instruir una causa contra ella por indicio de herejía. Cuando la llevaron ante él, ella repitió sin pudor alguno cómo la preñó el espíritu del silencio. Porque así lo creía. Que fue un día de canícula insoportable de agosto, dijo, con tan grandes calores, que tuvo que desnudarse toda y echarse en el suelo para sentir algo de frescura; pero hasta la tierra echaba fuego.
En todo Río Negrón no se oía una palabra, ni el aleteo de un pájaro, ni el canto de la chicharra, ni el ladrido de un perro o el llanto de un niño, ni el relincho de un caballo, ni el rebuzno de un asno, ni el zumbido de las moscardas verdes, ni el último suspiro de un moribundo. Todo parecía muerto. Asfixiado. El aire estaba lleno de silencio y el silencio lleno de palabras adormecidas, nunca pronunciadas por labios de hombre. Y ella, de pronto, sintió en sus muslos un roce que la estremeció de placer; un tacto como del cuerpo de un hombre limpio, aunque no había hombre alguno junto a ella; pero, aun así, abrió las piernas por un si acaso. Y dentro de ella penetró un chorro impetuoso de palabras que había cosechado el silencio, dejando al pueblo mudo por completo.
Era un chorro ardoroso y dulce que golpeaba dentro de ella, como si las palabras hermosas y ocultas se desbravaran y quedaran libres en su vientre, y cada letra se convirtiera en un grano de polen que buscara dónde alojarse. El silencio era largo y poderoso, con el poder de lo sobrenatural, de lo ígneo y tumultuoso. Y, dentro de ella, el silencio se hizo luz y carne, y creció. Y concibió y dio a luz dos hijos idénticos, sordomudos; hijos del espíritu del silencio.
Aquello mismo lo repitió una y otra vez, delante de clérigos y jueces, de púrpuras y togas. Fuensalida Valcárcel hablaba como nunca antes había hablado; como si las palabras que el silencio dejó alojadas en su vientre recobraran la vida, ordenaran de nuevo sus letras y sonidos, y florecieran en sus labios.
El fraile instructor veía claramente que aquella Magdalena intentaba asemejar el furor de su carne pecadora a la concepción de la Virgen. Herética. No entendía cómo aquella mujer ignorante, que leía con dificultad y apenas sabía juntar las letras, podía platicarle de tú a tú, siendo él, por estudios y piedad, por oración y pleitos, más letrado y devoto. Y la soberbia le nubló la razón y le envenenó las entrañas, y dijo:
—Anatema sīs, mulier (‘Anatema seas, mujer’).
El padre Feliciano Gustoso de Dios, después de mucho cabildeo, de ir de la curia a la pronunciatura, de la gobernatura a la procuraduría, consiguió que se detuviera la causa y no llegara a más. Pero no pudo evitar que la encerraran, de por vida, en la casa de los orates de La Fresneda Alta.
A Fuensalida Valcárcel le raparon su cabellera de fuego negro, la despiojaron, la desinfectaron y le impusieron un sayón pardo y la dejaron allí para siempre. Desde el primer día de reclusión, aquella mujer perdió el sueño: huyó despavorido de aquel cuerpo y nunca más regresaría. Siempre permanecía despierta, de noche y de día, escuchándolo todo: el paso de las ánimas en pena por aquellos lóbregos y sucios pasillos interminables; los pensamientos de los recluidos, que sonaban en su sienes como borbotones de sangre descompuesta; los alaridos que dio aquel que se cortó los genitales y los arrojó a los perros que ladraban al otro lado de las bardas del patio; los latidos de los corazones adoloridos, igual que docenas de relojes con los tiempos cambiados…
A veces se detenía en seco. Quieta como una estatua. Bien abiertos los ojos, tanto… que parecían los de una vaca antes de que el matarife le clavara el cuchillo del degüello; en silencio absoluto, absorta, instantánea y fulminada por el rayo de una voz secreta. Era lo más parecido al sueño que podía sucederle. No le devolvían la vida, ni el estruendo de las tormentas, ni los retumbos de los gritos de los demás locos. Menos aún el suave canto de los chuparrosas, que se posaban en el escuálido árbol del patio desolado. Y, de pronto, sin más, volvía de la muerte y se ponía a hablar consigo misma. Hasta que un día quedó quieta para siempre, en silencio, y de pie; y las chuparrosas vinieron a posarse en sus brazos abiertos como ramas.
De los gemelos se hizo cargo la partera Aguasanta. Lisardo llevó siempre atado al tobillo de su pie izquierdo un cabo de cuerda, para distinguirse de su hermano.
El gringo Brady O’Reilly, nomás viera aquellas manos enormes y midiera a palmos la anchura de sus espaldas, apalabró a los gemelos como zapadores. Y entre ellos se entendieron sin palabras.