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07-05-2012.

Cuando se sale de Río Negrón, o se encamina uno hacia el río o se va a ninguna parte. Por eso, años atrás, fue todo un acontecimiento la llegada de una ranchera de los años cuarenta, con placa de Tucson, anunciada mucho rato antes por una tremolina de polvo blanco que avanzaba como un gran fantasma hacia el pueblo adormilado, a primera hora de la tarde.

En aquella quemazón, solo los perros parecían estar vivos y, al olor de la polvareda, ladraban, nerviosos, en los corrales o en la penumbra de los zaguanes, o arañaban los tablones de los portales. Algunos salieron en carrera hacia aquella turbulenta llamarada blanca. La gente ni se inmutó. La ranchera la manejaba el gringo Brady O’Reilly que venía con su mujer, una asiática pequeña, silenciosa y pálida como un jazmín que, cuando salió del carro, parecía que flotaba en medio del polvo con la torpeza de un pájaro multicolor, mecido por el viento del desierto. No vestía como las gringas, sino que iba envuelta en un vestido floreado que le alcanzaba los tobillos y enfundaba su frágil figura con la suavidad de un guante. Se llamaba Haneul Wu. Pero eso nadie lo sabía aún en Río Negrón. Ni los perros que ladraban ni las mujeres que, curiosas, atisbaban por las celosías.

El gringo Brady O’Reilly sorprendía por su cuerpo áspero y descomunal, que parecía imposible que hubiera entrado en aquel carro sin plegarse en piezas. Y por sus enormes pies, calzados con unas botas militares que parecían ataúdes. El gringo y su mujer formaban una extraña pareja: tan frágil y leve ella, tan rudo y desmesurado él. Se plantaron en medio de la calle, cerca del pilón y la iglesia. El gringo gritó: «¡Amigo, hombre!». No salió nadie. Algunos levantaron la cabeza, caída sobre el pecho a causa del sopor del sueño. Las mujeres se ocultaron. Los perros volvieron a ladrar. El hombre solo sabía decir un puñado de palabras sueltas: amigo, hombre, agua, fonda, carajo, muchacha, chingar, tequila, gallo, dinero… La mujer, siempre a su lado, como asustada, guardaba silencio, al mismo tiempo que sus ojos inclinados miraban sin mirar y sus labios perfectos sonreían a veces.

El gringo O’Reilly le había comprado a uno que decía que era del gobierno, por un buen puñado de pesos, una yunta de terreno en un tejetate seco que no tenía más sombra que unos yerbales polvorientos y unos matorrales espinosos. Y por el que las culebras negras y los lagartos escorpiones iban y venían. Aquel terreno estaba al otro lado del río. Lo que no sabían ni el gringo ni su diminuta mujer era que, para alcanzar su tierra, había que cruzar en seco el río y trepar casi los más de dos metros que tenía la garganta del lecho por aquella parte del pueblo. Al comprobar el fraude, las maldiciones de aquel gigante atronaron el cielo de Río Negrón y, durante varios días, no se apareció en el aire un solo pájaro, por si aquellas palabras disparadas pudieran alcanzarlos en un ala o en el buche. Los juramentos, maldiciones y mazazos de sus puños, sobre la mesa desconchiflada del cuarto que había tomado en la fonda de Vladimir el Ruso, hacían temblar las paredes y los vidrios de las ventanas. Su mujer permanecía en silencio. Las madres asustaban a los niños llorones e impertinentes con llamar al gringo.

Toda una semana duraron aquellos espasmódicos alaridos de rabia e ira hasta que dio con Lisardo y Feliciano, los “Gemelos”, hijos de Fuensalida Valcárcel. Los dos hombres tenían las manos como palas y el pecho de centauro; no eran muy altos, pero sí bien recios. Uno sobre los hombros del otro sobrepasaban en un palmo la frente del gringo O’Reilly. Además eran de pellejo curtido y correoso, tanto… que un cuchillo no lo atravesaba a la primera jaladura.

Nadie en Río Negrón sabía quién fuera el padre de Lisardo y Feliciano. Ni siquiera su propia madre. Cuando los parió, no cejaba en mirarlos por si les encontraba alguna parecencia con cualquiera de los hombres que había arrimado a su cama. Y recitaba de corrido la lista, como si fuera una letanía de santos pecadores: Lucinio Herralde, el “Camisero”; Anatolio Caride, el “Badanero”; Nunilo Ortega. el que fuera sochantre en la colegial del Socorro; Amarildo Estébanez, el “Quincaquello”; los hermanos arrieros Eunicio y Apolonio, que a los dos tuvo al mismo tiempo en su catre, aunque les cobró el doble; Evaro Enteco, el “Remendador” de esteras… y diez o doce más de los que no supo o no quiso o no le dio tiempo a saber su gracia. De unos recordaba la fuerza de sus brazos, cuando la trajinaban con agonía y escape; de otros, su mal aliento y torpeza; de los más, sus miradas turbias y sus bramidos animales; y de alguno, su quebradura de ánimo y su tristeza. Solo de Edelmiro de la Cruz, el bordador que tenía un taller en La Joyita, que le acudía religiosamente la noche de cada viernes y que murió de una enfermedad del pecho, tenía memoria fiel de su fineza de trato y de la dulzura femenina de su voz. Si Edelmiro le hubiera dicho «¡Zape!», ella hubiera respondido «¡Miau!» y se hubiera ido con él a enhebrarle las agujas. Pero la tisis se lo llevó deprisa, siendo tan joven y hermoso. Tanto, que las mujeres de La Joyita llenaron su tumba de flores y derramaron lágrimas sinceras, como si fuera una más de ellas.

juralopez42@msn.com

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