Que todo lo que se dice, y lo que se calla, es poco en estas adversas o funestas circunstancias. Que por el mucho decir y el más callar constatamos que no se resuelve nada, antes al contrario, que quienes decidieron ya de antemano un programa de derribo, cueste lo que cueste al común (que no a los que lo diseñaron), no se van a arredrar por la opinión pública y menos teniendo mayoría absoluta de gobierno.
Es entendible, aunque no aceptable. Pero alimenta a un sustrato muy presente, aunque hasta ahora con sordina, que va a crecer tanto en densidad como en vigor y fuerza hasta convertirse en concierto estruendoso. ¿A qué me refiero?, a la opinión, muy enraizada desde hace tiempo, de que la clase política, los políticos en general y muy en particular los actuales, no nos sirven. Que no están en sintonía con la ciudadanía a la que deben servir y administrar y que, constituidos en una casta parasitaria y egoísta, sólo miran por sus intereses particulares.
Esto, que ha venido siendo siempre una cantinela generalizada ‑mas amortiguada por la conciencia del ciudadano‑ de que fuera un mal menor, pero necesario para llevar adelante la tan necesaria convivencia pacífica y hasta cierto punto democrática, está saltando ya a la calle, a los medios, a la propaganda; e incluso (y la cosa es más que palpable) se ha hecho veraz, cuando se están poniendo al frente de los gobiernos de ciertos países a los denominados “técnicos”, hombres especialistas en sus materias, pero alejados de las maquinarias políticas, y se les ha presentado como valores deseables y eficaces frente a los políticos desplazados sin proceso electoral alguno.
Con lo anterior, queda demostrada, pues, la cantinela común de las gentes desencantadas («¡Que no nos representan, que no!»); y, desde las alturas de los olimpos decisorios, que ya no son las covachas adonde se amodorran los políticos de oficio. Así, desde decisiones de las más altas élites (aristocracia del dinero y los negocios) se da carpetazo a la obsolescencia de la vieja estructura política.
Era aparentemente lo que clamaba el pueblo. El pueblo pedía gestores de lo público, serios, eficaces, desprendidos de lastres de grupo o partido, de la ideología trasnochada. El pueblo pedía a su frente a quienes velasen por sus intereses y los cuidasen, llevándolos a los mejores términos y resultados. El pueblo quería vivir y que lo dejasen vivir, sin muchas complicaciones.
Con esa dinámica pensábamos; pero los políticos, necios y ciegos adrede, no sólo lo negaban todo como locura; y, como tal, según sus intereses, nos contestaban. Se negaron a ver los problemas; y, si los vieron, se negaron a resolverlos. La cosa iba bien para ellos, ¿a qué modificarla…? Pero esto, ni más ni menos, puede llevar a su suicidio como tales. Se niega la culpa, se niega el pecado, simplemente. Vinieron “los de arriba” y empezaron a removerlos o a dirigirlos hacia donde ellos. ¡Qué simpleza!; dicen no querer ir. ¿Entonces, y como se pensaba, para qué tenerlos ahí?
Los mismos que viven del cuento político, en esas ansias de “sacrificio” que ya nadie les cree ni están de veras dispuestos a aceptar, están propiciando la gran venida de los profetas del apocalipsis. La de los iluminados. La de los salva patrias. La de los “apolíticos” que desean tener el mando único y cercenar de raíz las ideas no dirigidas y planificadas por ellos. Los políticos que se echan las manos a la cabeza, escandalizándose hipócritamente de que se ponga en tela de juicio su solvencia, honestidad y eficacia. Ellos mismos son los que están desarbolando con sus actitudes y sus acciones desmedidas el sistema del que se mantienen y que dicen defender.
Muchas veces, intercambiando opiniones sobre lo deseable de la vida política, tanto a nivel local como a más altos niveles, con personas no militantes (o al menos eso declaraban, aunque me pienso que algunos eran de la cuerda del “haz como yo, no te metas en política”), conveníamos que lo ideal sería tener unos gestores de la cosa pública antes que ese vaivén de políticos inútiles que nos iban dirigiendo, por lo de llevar a cabo una buena gestión y administración de los intereses públicos, que constatábamos no era así cuando los políticos metían mano en los mismos.
Ese vaivén de políticos (incluso de la misma cuerda) que se sucedían (especialmente en la administración local) daba lugar a aberraciones tales como un hacer del anterior y un inmediato deshacer del siguiente, en ordenanzas, obras, diseños urbanos, etc., con los costes y la desorganización que tales imprecisiones conllevaban. Y, a nivel nacional, también se ve que no existen ya acuerdos con garantía de respeto y continuidad en el tiempo, que se deshace todo lo que otros hicieron o legislaron, que las normas quedan al albur de los vientos ideológicos y no de su utilidad práctica en general. Inseguridades que hacen que el ciudadano, pues, ya no sólo recele del político ‑es que no lo quiere ni ver‑ y se decante por creer que un “técnico” le saque las castañas del fuego con más eficacia y menos coste.
Hasta ayer yo era de los que creía que sería bueno reemplazar a los políticos por independientes gestores. Claro, si se tratase de entender que la administración de lo público se puede gestionar como lo privado. Mas es cierto que no es así; que lo público tiene otras zonas, otros entornos, otras condiciones adheridas que sobrepasan el criterio de lo meramente empresarial o lo simplemente contable. Y en esto es adonde se presenta lo político como necesario. Pero es indiscutible que el juego de controles entre lo político y lo administrativo ha de ser equilibrado y efectivo. Y resulta que, en realidad, este necesario equilibrio no se ha mantenido.
De lo anterior, lo actual.