“Cristo en casa de Marta”

(Diego Velázquez: Obras de juventud, 1)

Hay muchos historiadores que a la etapa sevillana de Velázquez (la primera, hasta 1623) la llaman tenebrista, y no dejan de llevar razón, pero solo en parte. Yo prefiero denominarla “Obras de juventud” porque, en ellas, el aprendizaje rapidísimo de nuestro pintor nos va desvelando el portentoso avance que experimentaría tras el traslado definitivo a Madrid en 1623, escalando poco a poco los grados posibles en un pintor de Corte. De ahí que Jonathan Brown añada, en su hermoso libro sobre Velázquez, el subtítulo de pintor y cortesano.

He escogido dos obras maestras de esta época (que trataré sucesivamente, en comentarios distintos), bien diferentes entre sí, pero también con importantes similitudes; no en vano pertenecen a la misma etapa. Me refiero a “Cristo en casa de Marta” y “El aguador de Sevilla”, ambas en el entorno de 1620, cuando el pintor contaba poco más de veinte años.

 

En el primer cuadro, “Cristo en casa de Marta”, la fecha oscila entre 1618 y 1620; mientras que en el segundo, “El aguador de Sevilla”, se amplia más la incertidumbre sobre la fecha de la factura (entre 1618 y 1623), como luego explicaremos.

Las dos obras podrían encuadrarse en el género de bodegón con figuras o, mejor aún, figuras con bodegón. Un género poco apreciado por los pintores consagrados, con Vicente Carducho a la cabeza, quien acusaba a Velázquez de ser un pintor de bodegones (es decir, de poca monta), saliéndole al paso Francisco Pacheco para contestarle que «es verdad que el bodegón es un género menor, siempre que no sea mi yerno quien lo pinta» [1].

Efectivamente, los bodegones de ambos cuadros pueden compararse con ventaja con los de Sánchez Cotán o el mismo Zurbarán. El naturalismo que desprenden, el juego de luces y sombras (influencia inequívoca de Caravaggio) y la conjunción e integración con sus figuras convierten esos cuadros en verdaderas obras maestras; y los objetos, inanimados por naturaleza, se “humanizan” en contacto con el hombre, toman vida y parecen no ser naturaleza muerta.

“Cristo en casa de Marta” es un óleo que ha recibido distintas interpretaciones y que yo llamaría «abierto o poliédrico» por la cantidad de sugerencias que admite. Según algunos, se trataría de un cuadro dentro de un cuadro, en el que el aparentemente secundario, por su dimensión y posición en un extremo, sería el verdadero cuadro, a través del cual el pintor recogería la escena evangélica de la visita de Jesús a casa de Lázaro, su amigo, y de sus hermanas Marta y María [2]. La otra parte del cuadro, la más extensa, sería una escena doméstica de cocina, en la que una joven maja unos ajos con el almirez a fin de preparar una comida en la que aparecen dos huevos, más ajos, una guindilla, una alcuza con aceite y pescados (posiblemente besugos o pajeles o doradas) y una cuchara para remover. Detrás de la joven cocinera, de gesto enfurruñado [3], formando una diagonal muy del gusto del barroco y del manierismo más avanzado, una mujer ya mayor (no tanto como anciana) le indica con el dedo algo que está ocurriendo fuera: la escena bíblica, que se ve a través de una ventana abierta en la pared de la cocina o bien reflejada en un espejo; de ahí que Jesús tenga la mano izquierda levantada en actitud de bendecir o de instruir. Desde siempre, los historiadores del arte han hablado de la utilización del espejo como recurso técnico de Velázquez, cuyo ejemplo postrero sería su cuadro más excelso: “Las meninas”. La ventana ‑según unos‑ o el espejo ‑según otros‑ nos introducen en un cuadro sagrado, que parece ser el objetivo fundamental del pintor sevillano. Tan es así, que Emilio Orozco [4] definió este tipo de cuadros de género, con fondo religioso y/o moralizante, como «bodegón a lo divino».

Hasta aquí, la amplia descripción del cuadro o de los cuadros, con dos espacios distintos, uno profano y otro sagrado, enlazados quizás por el dedo y la mirada de la señora mayor, que apuntan hacia otra escena exterior. Un rostro noble y distinguido que ya utiliza en “La vieja friendo huevos”, cuya identidad parece ser la de la suegra del propio pintor.

Y ahora quedan las explicaciones. La inmensa mayoría de los estudiosos del tema dan por buena la sentencia de Jesús, recriminando a Marta sus críticas a la actitud contemplativa de María (¿María Magdalena? No está claro). Pero la recriminación a Marta y el apoyo explícito a María, embobada mirando a Jesús y claramente enamorada del maestro “y de sus enseñanzas”, rechina a muchos; de ahí que algunos historiadores con formación bíblica quieran ver una crítica sutil al comportamiento de Cristo [5]. Un gesto tan humano en Jesús (¿también enamorado?) estaría en abierta contradicción con su condición de “hijo de Dios” [6]. El cuadro, que reside en la Galería Nacional de Londres, es tan fascinante que permite y resiste estas especulaciones teológicas.

Podría existir otra teoría, que ni siquiera llega a hipótesis, que debatí con un viejo pariente, sin nombre académico, pero con conocimientos sobre pintura, como anticuario. Él me hablaba del tema muy recurrido de “La Celestina” en el cuadro que presentamos. Le he dado vueltas al asunto. He comprobado que algunos pintores de la época tratan ese tema (Vermeer entre ellos); que otros (Tiziano, por ejemplo, de gran influencia en la pintura española) contraponen a menudo el amor sacro y el profano en sus composiciones; y que, en la tertulia literaria que se celebraba en casa del humanista y pintor Francisco Pacheco (suegro y maestro de Velázquez, como hemos dicho), se comentaría, sin duda, el libro de Fernando de Rojas, por lo que es verosímil que se hubiera alimentado la posibilidad de trasladar ese tema literario al lienzo. No deja de ser una intuición para la que carezco de argumentos documentales; pero, aún así, la propuesta es sugestiva [7].

En cuanto a la composición, un cuadro en L, como repetirá Velázquez en varias ocasiones, ya hemos visto que contrapone dos planos sobre un fondo neutro, muy del gusto de Velázquez y después de Goya: uno, el más próximo, en el que resalta la vida activa y laboriosa en una cocina, para lo que utiliza los modelos barrocos y manieristas de composición (Tintoretto, Caravaggio), con diagonales, planos a diferente altura (el de las figuras y el de la mesa donde está preparando la comida). Y, en la parte superior derecha, enmarcado, diferenciándolo claramente del bodegón, el otro cuadro, independiente pero relacionado con el anterior. En éste incide sobre la importancia de la vida contemplativa [8]. Que sea o no éste el cuadro principal es cuestión de opiniones, y no todas son coincidentes.

La luz y el color ocupan también un lugar importante. El tenebrismo ejerce su influencia, sin duda, percibiéndose unas zonas de sombra que realzan más aún las figuras humanas y los utensilios y viandas que reciben intensamente una luz potente, que contrasta claramente con las sombras del fondo, en un claroscuro muy delimitado, como es común a todos los pintores de la época (Ribalta, Ribera, Alonso Cano, Zurbarán, Velázquez, Valdés Leal e incluso Murillo, entre los españoles). Y los colores se repiten en casi todos los cuadros de esta etapa velazqueña: pardos, marrones, ocres, sienas. Su marcha definitiva a Madrid en 1623 y, sobre todo, su contacto con Rubens, ya en 1628, aclararán notablemente su paleta y la gama comenzará a ser más colorista, abandonando definitivamente la tendencia tenebrista.

En síntesis, un magnífico cuadro de juventud, abierto a interpretaciones diferentes, poliédrico en cuanto a los distintos aspectos que se reconocen, que encierra símbolos y misterios, como muchos otros de Velázquez. Una auténtica obra maestra, cuando apenas tenía 20 años.

Cartagena, 27 de abril de 2014.

jafarevalo@gmail.com

 



[1] Se sabe que el pintor de bodegones no era apreciado por los pintores más influyentes, que preferían la pintura histórica, religiosa o mitológica.

[2] Esa escena está tomada del evangelio de Lucas: cap.10, 38-42. Aunque la casi anciana que hay detrás de María no se correspondería, por edad, con Marta, que sería mucho más joven, como hermana que era de María. Es decir, una escena bíblica con correcciones importantes por parte del pintor.

[3] Quizá representaría a la laboriosa Marta, que recibe disgustada la reconvención del maestro.

[4] Emilio Orozco era catedrático de Literatura española en la Universidad de Granada y experto en mística y barroco, cuando yo estudiaba los cursos de comunes en dicha Universidad.

[5] Una vez más se reflejaría la influencia del humanista Francisco Pacheco, su suegro. La crítica, en todo caso, dadas las circunstancias históricas, no hubiera podido ser más explícita.

[6] La propia Teresa de Jesús sale al paso de esta cuestión asegurando que «el Señor anda también entre los pucheros», lo que supondría reivindicar también la vida activa, y no solo la contemplativa.

[7] Apelo a los literatos y, especialmente, a Antonio Lara, catedrático emérito de Literatura española en la Universidad de Lausanne, para que consideren la verosimilitud (con esto me basta) de que sea “La Celestina” el tema propuesto por Velázquez (y Pacheco) en este cuadro. La persona ya mayor (“La Celestina”) estaría insinuándole a la joven alguna visita, esperada o no. Este tema literario tiene tanta potencia que es difícil sustraerse a su atracción como asunto pictórico, aunque envuelto de tal manera que no suscitase demasiados revuelos en el entorno de la Santa Inquisición. En todo caso, yo tengo dudas fundadas y me inclino a pensar más bien en las interpretaciones tradicionales; pero reconozco que la cuestión tiene su morbo.

[8] La contraposición entre la vida activa (cuadro grande) y la contemplativa (cuadro pequeño) la destacan muchos autores, entre otros Norbert Wolf y, sobre todo, Jonathan Brown. Para Fernando Marías se trata de un bodegón desdoblado en dos realidades: la cocina (mundo real) y la escena evangélica (mundo espiritual).

Autor: Juan Antonio Fernández Arévalo

Juan Antonio Fernández Arévalo: Catedrático jubilado de Historia

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