“Barcos de papel” – Capítulo 01 c


3. Cuando duelen los años de la infancia.

Mi madre cambió mucho. Perder a un marido cuando se es tan joven es un sufrimiento que la mente no alcanza a comprender. Se negaba a aceptar que a los veintiséis años se había quedado sola para siempre. Apenas me miraba; pasaba los días sin hablar y casi sin comer, encerrada en sus pensamientos, angustiada por tanta soledad. Apenas se preocupaba de mí. Tardé mucho tiempo en comprenderla: esa soledad sólo puede entenderse cuando se vive y se sufre en carne propia. La muerte de mi padre la había desquiciado.

Pocos días después, abandonamos aquel pueblo y nos fuimos a Los Valles, el pueblo de mis otros abuelos, los padres de mi madre, que ya eran muy mayores. No olvidaré nunca aquellos días. Se quedó muy delgada, y no perdió la cabeza de milagro. No digo que no tuviera sentimientos; pero nunca volvió a ser la que había sido.

Mi abuela decía que los niños que se criaban sin padre salían como Dios quería. Era su forma de decir que, sin un padre que me tratara con severidad, acabaría siendo un holgazán. Lo decía con segundas, pero sabía de sobras que mi madre la entendía. Por culpa de estos y otros comentarios parecidos, mi madre se hizo dura e intolerante: me reñía por cualquier insignificancia, me encerraba en la bodega hasta que prometía portarme bien, y me pegaba con frecuencia. Una vez estuve una semana sin salir a la calle, a consecuencia de una paliza. Como todos los niños que pierden a su padre a tan corta edad, me volví reservado e inseguro, y sufría frecuentes crisis de ansiedad. No sé por qué, me parecía que yo era el culpable de aquella situación.

Cuando me llevaron a la escuela, pensé que era un castigo por haberme portado mal. Salí de casa con mi cartera de cartón, en la mano, y un mandilón gris que a mí no me gustaba; pero la abuela se empeñó y mi madre tuvo que aceptar por no discutir. Esperé en la puerta de la escuela, mientras los otros niños jugaban en la plaza con un perro de aspecto fiero, pero inofensivo. Lo citaban con el pañuelo y el perro los perseguía hasta que se subían a la ventana del Ayuntamiento. ¡Qué hubiera dado yo por ser uno de ellos! A los pocos minutos, llegó el maestro con un manojo de llaves en la mano, abrió la puerta de la escuela, y se acabó el espectáculo.

Yo creo que me faltaba eso que los sicólogos llaman autoestima. La escuela no se me daba mal, pero mi falta de confianza hacía que no me atreviera a mostrarme como era. Por culpa de mi incurable timidez, nunca reaccionaba de la forma adecuada y, poco a poco, desarrollé una cortedad de la que nunca he podido liberarme. Mi inseguridad nunca me permitía estar en primer plano y, en consecuencia, he desarrollado tareas oscuras, y cargado, a veces, con errores que no había cometido.

Mi abuelo casi nunca estaba en casa, pero mi abuela era de armas tomar: vestía de negro y se recogía el pelo en un moño del tamaño de una castaña, en el centro geométrico de la coronilla. Todo el pueblo sabía que no dormía con mi abuelo, porque no soportaba su olor a tabaco; hablaba poco, pero, cuando lo hacía, nadie era capaz de llevarle la contraria. Las trifulcas, entre mi madre y ella, eran constantes. Cuando se acaloraban, daba miedo. Una noche, oí gritos desde la cama, me levanté y me escondí detrás de la cortina. La abuela empujó a mi madre hasta el comedor y, cuando la tuvo arrinconada, puso los brazos en jarras y le dijo con espantosa crueldad:

—Sólo tú, tienes la culpa de tu desgracia. Te lo advertí; te dije que no te casaras con él. Y ahora, el niño: si no lo tuvieras, podrías ir adonde quisieras. Una mujer joven, con ganas de trabajar, se puede ganar la vida en cualquier sitio; pero con él, ¿qué futuro te espera? Toda la vida trabajando para que, el día de mañana, se olvide de ti.

Mi madre bajaba la cabeza para no llevarle la contraria, pero la abuela seguía insistiendo con asombrosa crueldad.

—Si me hubieras hecho caso, no te verías como te ves.

No pudo aguantar más. Alzó los ojos y cogió fuerzas antes de responder.

—Y, ¿cómo me veo? Dígamelo, madre. ¿Viviendo de usted? ¿Quiere decir eso? No se preocupe. Buscaré trabajo y educaré a mi hijo. No necesito su ayuda. ¡Lo sacaré adelante, aunque me cueste la vida!

—Y ¿qué piensas hacer…, eh? Lo que ese niño necesita son unos buenos azotes para que se espabile y se haga un hombre.

—Si se atreve a tocarlo, le arranco los ojos —contestó ella, apretando los dientes—.

Luego se fueron llorando, cada una por su lado, diciendo cosas horribles, porque pensaban que yo no las oía; pero los niños lo oyen todo, especialmente esas cosas que a los mayores les gustaría que nunca oyeran. Algunas noches, me tapaba los oídos con la almohada y daba vueltas en la cama, sin poder dormir. ¿Por qué reñían? Los mayores hacían cosas desconcertantes. Mi abuela se pasaba la vida despotricando y me parecía que yo era la causa de sus enojos.

Algunos días después de aquel altercado, mi madre me lavó con jabón de olor; me peinó con zumo de limón, para dominar el remolino de la frente; me puso la ropa del domingo y, sin decir una palabra, salimos muy temprano camino de la iglesia. Yo era un niño tímido y paradito, que siempre estaba un poco asustado. Recuerdo que me llevaba cogido de la mano izquierda y yo iba rozando la pared con el dedo índice de la derecha. Ella se dio cuenta, me dio un tirón y nos cambiamos de acera.

Los días de diario no iba a misa casi nadie; sólo estaba la madre del cura, las beatas de costumbre, mi madre y yo. Cuando acabó la misa, fuimos al despacho parroquial. El cura preguntó en qué podía ayudarnos y mi madre le explicó nuestro problema. Al terminar, nos dijo unas palabras que parecían sacadas del Antiguo Testamento:

—Puedo deciros, de parte de Dios, que Él os quiere y admira vuestro valor. Ofrecedle vuestros sufrimientos y tened fe para que sean atendidas vuestras plegarias. Desde hoy, estará más cerca de vosotros. Creedme.

 

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