Siempre he tenido, y tengo, a Blas Lara por un sabio cordobés, por un dios andaluz, exiliado voluntariamente en el rincón más verde, alejado y discreto, de las montañas suizas. Le imagino descansando en un claro del bosque, pensativo, meditando verdades permanentes, sobre una alfombra de hojas de color cobre y oro; con la cabeza orlada de nobles canas, reposando en el tronco de un olivo antiguo, refrescando enseñanzas con sabor añejo; ese sabor que tienen las verdades de la juventud: verdades que creímos como artículos de fe. Blas podría haber sido uno de esos filósofos que enseñaban en las playas del Mediterráneo, escribiendo, con una vara de cerezo, sentencias en la arena a la puesta del sol. Maestro ambulante, encendido a la aurora, burlón al véspero, melancólico y solo en el ocaso.