Hace ya mucho tiempo, cándidos años de finales de los cincuenta y principios de los sesenta, en una pequeña ciudad del sur de la provincia de Jaén, un mocito soñador, guapetón, de familia pobre, aspiraba a subir algún que otro peldaño de la escala social en la que sus padres se desenvolvían.
En aquellos años, había más escuelas que colegios. Se premiaba a los alumnos brillantes, no con fotos colgadas en los pasillos y a la entrada de las escuelas, sino con un acto bastante solemne, celebrado en el teatro de la localidad, en el que se elegían, entre discursos, teatricos y poesías, al PRÍNCIPE DEL COLEGIO, al BRIGADIER y a los JEFES DE CLASE.