Hacía tres días del asalto a la cárcel y la posterior ejecución de sus desgraciados internos. Ese día, como de costumbre, mi hermano y yo nos fuimos al trabajo. El ambiente que se respiraba por todos sitios era el mismo de días anteriores: milicianos armados, milicianas que les acompañaban dando voces y gritos, alardeando de patriotismo y dando saludos con el puño cerrado.
«¡Mueran los fascistas!», «¡Abajo el clero!» eran las frases más oídas en esos días. A la tienda y al taller, entraban muchos de esos milicianos con armas viejas, para que les hicieran fundas y correajes para colgárselos y lucirlos. El jefe, a todos los atendía lo mejor que podía, pues no eran momentos para llevarles la contraria, después de ver lo que sucedía a su alrededor.