Jubilación

Quisiera poseer la elocuencia y el exquisito dominio del lenguaje de mi viejo profesor de Preceptiva Literaria para expresar mi más profundo agradecimiento al director, a los organizadores del acto y a todos mis compañeros, presentes y ausentes. Yo, sin embargo, tengo que recurrir al tópico, no por ello menos auténtico, para deciros que faltan palabras para recoger mis sentimientos de gratitud en este momento. Creedme si os digo que este acto lo mantendré como una reliquia en el álbum de mis mejores recuerdos.
Este es uno de esos acontecimientos especiales y desbordantes de la vida que atenazan la garganta, encogen el corazón y hacen que los sentimientos vuelen sin control. Es una situación que te sobrepasa, te domina y te sumerge en un apacible aturdimiento.

Cuando comienzas tu vida profesional (en mi caso hace más de 40 años) jamás piensas que se va a producir este momento tan emotivo. Son tantos los sentimientos, las experiencias y los recuerdos que se agolpan de súbito que difícilmente pueden fluir las palabras. Pero no me importa porque estáis regalándome felicidad, y eso, como la sonrisa de un niño o el amanecer de un nuevo día, no tiene precio: siempre estaré en deuda con vosotros.
Por mucho que repita en estos días que la jubilación me produce alegría, como la propia etimología de la palabra indica, y es verdad, no es menos cierto que también lleva consigo un poso de tristeza, en una mezcla agridulce que te deja un tanto desconcertado, como fuera de sitio.
Conocéis el horror vacui imperante en la concepción artística medieval. Ese horror al vacío es lo que seguramente impulsará la vida de un jubilado ‑espero que sea mi caso‑ hacia actividades nuevas, sugestivas y gratificantes que compensen de alguna manera el cese de la actividad docente, una actividad que ha colmado suficientemente mis expectativas. A mí me ha dado la oportunidad de compartir con vosotros, que representáis de alguna manera mi presencia de 28 años en el Instituto Isaac Peral de Cartagena; experiencias, deseos, objetivos, preocupaciones, que me han enriquecido y me han permitido ver las cosas con distintos colores y diferentes matices. El contacto con vosotros, que desde ahora ha de faltarme, es difícil, por no decir imposible, compensar; de ahí mi denodada preocupación, desde ahora, por llenar el tiempo antes de entrar en una melancolía incurable.
Y también echaré de menos ‑es el sino de quienes hemos sentido una especie de llamada vocacional por la enseñanza‑ el contacto con los alumnos que, en buena parte, han dado sentido y han sido la razón de ser de mi vida. El contagio de la juventud hace sentirte joven, te impregna de vitalidad y te impulsa hacia el conocimiento; y esto, a pesar de las dificultades actuales de la enseñanza, es un don inestimable de nuestra profesión, que no tiene ninguna otra. Saquemos, al menos hoy, lo positivo, lo incomparable de nuestra profesión, lo que permitirá a todos los profesores actuales continuar en esta ardua, pero hermosa, labor de enseñar y educar.
Decía Comenio, pedagogo del siglo XVII, precursor de la Ilustración, que había que enseñar deleitando. Yo diría, más bien, enseñar y educar, porque son dos términos inseparables, indisociables. No sé si habré conseguido en alguna ocasión deleitar a mis alumnos; lo que sí sé es que me he deleitado enseñando y me he sentido reconfortado contribuyendo a la educación de mis alumnos; y eso es impagable en una profesión.

Quiero, por último, desde mi júbilo prudente, pero también desde mi temor a la excesiva nostalgia, daros un enorme y entrañable abrazo, con toda mi gratitud. MUCHAS GRACIAS Y HASTA SIEMPRE.

 

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Publicado en: 2004-11-23 (66 Lecturas)

Autor: Juan Antonio Fernández Arévalo

Juan Antonio Fernández Arévalo: Catedrático jubilado de Historia

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