La república de Monsalud (Carta a mi maestro)

Ilustración de Diego del Moral Martínez.
Querido y respetable maestro: por fin he terminado las investigaciones que durante cinco años he estado realizando sobre la importancia de los nematodos en la formación del suelo. El trabajo ha merecido la pena, las conclusiones parecen valiosas, pero de todo este tiempo voy a contarle un hecho que me ocurrió en Monsalud, un pueblecito de Badajoz al que me había desplazado para recoger una muestra de tierra con el interés de encontrar una especie no frecuente en el sur de España.

Recién llegado a ese lugar, por unos alcores junto al río Guadajira, había un grupo de veinte o treinta o niños que con su maestro, en absoluto silencio y arrodillados, miraban todos al poniente.
Los niños, las ovejas, las hojas de los árboles, el aroma de la tierra… todo aparecía en armonía, envuelto en un celaje arrebolado y cárdeno del crepúsculo. De repente, desaparecido el sol, todo los niños puestos de pie prorrumpieron en un aplauso entusiasta.
Maestro, en ese pueblo los niños aplaudían las puestas de sol. Y desde que los vi por primera vez, de manera inevitable, mi interés se dirigió, más que a otra cosa, a conocer las razones de unas costumbres que no eran nada usuales en el resto de España.
Opinaban esas gentes que las personas instruidas educan su sentido de la belleza contemplando el arte, mientras que ellos, por el contrario, lo hacían observando la naturaleza. De rodillas, en silencio y ante el sol, los niños desarrollaban el poder de la atención —causa primera de la inteligencia— y la admiración por los fenómenos naturales —oración primaria que promueve la trascendencia—. El aplauso último y alegre con que terminaban lo hacían para sentir la belleza de la justicia, que los obligaba a ser agradecidos con la extraordinaria generosidad del Altísimo.
Otra obsesión de aquellas gentes, no menor aún que el interés por la belleza, era un desmedido afán de propiedad. En las escuelas tenían escrito por muchos sitios una idea de Plutarco: “Lo que es tuyo poséelo como tuyo”. Y en las mañanas de abril, cuando el sol estaba bien alto, sacaban a los niños a unos escarpes de variadísimos minerales que había por allí, y donde insectos y flores competían en formas y matices. Una vez que habían logrado entusiasmar a los niños con tantos seres diferentes, los animaban a que recogieran y guardaran el mayor número posible de ellos. Esto lo repetían muchas jornadas, hasta que los niños un día, como un milagro, descubrían que el pensamiento de Plutarco sólo se podía conseguir guardando todas las cosas en la mente —el mejor propietario lo tiene todo dentro de sí, sin que nadie, nunca, se lo pueda arrebatar—.
¿Se acuerda, maestro, cuando reflexionábamos sobre la aparición de una anticultura que había establecido como bien último la novedad, sustituyendo la historia con la moda y confundiendo innovación con progresía? No se pude imaginar la manera que tenían en Monsalud de ilusionar a los niños con la historia. Todos y cada uno de ellos tenían un personaje histórico (real o imaginario) que era su referente y al cual escribían en forma de carta contándole sus experiencias, ilusiones, problemas… Cuando cometían alguna falta, como castigo, y por indicación de su maestro, se escribían a ellos mismos, sobre el tema en cuestión, como si su confidente histórico —personaje— lo hiciese. Y de vez en cuando, en una especie de asambleas, los niños leían públicamente esas cartas, y así, mágicamente, se sumergían todos en la historia, enlazándola con el presente y escuchando a Ovidio, San Francisco, Goya, Einstein…
Aún recuerdo, maestro, aquellas largas y apasionadas discusiones que por los años ochenta teníamos sobre la decadencia de la civilización de Occidente: el logos había perdido su hegemonía —la imagen lo estaba ocupando todo—; la Ciencia, desarrollada por el hombre para predecir los fenómenos, estaba resultando una componenda a la que llegaban los científicos entre sí. Y sobre todo comprobábamos que el sistema educativo que correlacionaba humanismo (teoría) con humanitarismo (praxis) había fracasado rotundamente —la progresía no se extendía con la extensión de la educación— (¡Dios, qué triste estaba el ambiente!).
Pero aquí, en lo que se me alcanza, maestro, los aldeanos de Monsalud habían dado con el método para encontrar de nuevo esperanza en el sistema —porque el problema, me parece a mí, está en el método para transmitir ilusión—. Los niños no dejaban de estudiar a Mac Laurin para conocer el desarrollo de series numéricas, ni pasaban de largo las leyes de la termodinámica o las estructuras atómicas de Bohr-Somerfield; pero junto a lo anterior, como disciplina científica, estudiaban también la metáfora, la rima y la métrica, convencidos de que con la poesía la humanidad ha alcanzado sus más preciados éxitos, y de que sólo con la poesía el hombre puede conseguir volar más alto que con la física y estar más próximo a los ángeles.
El inspirador de ese mágico experimento educativo era un viejecito simpático y alegre que andaba siempre por entre las gentes hablando de instaurar la República de Monsalud. Solía buscar la soledad por la rivera del Guadajira, junto a unos poderosos y blancos álamos. Su profundidad de pensamiento era increíble, maestro. Una vez le pregunté:
—¿De donde obtiene tanta sabiduría?
Me miró dulce, pero fijamente y respondió:
—Todo lo que sé me lo han contado los álamos. Los álamos de plata lo saben todo.
—Eso ya lo descubrió Lorca —le respondí—; pero nadie ha podido oírlos hablar.
—El principal enemigo del hombre —me contestó— es un demonio llamado soberbia que todos llevamos dentro. Una de sus tareas, hasta ahora, ha sido convencernos de que sólo el hombre tiene alma, pero eso es una falacia para impedir que nos comuniquemos con los demás seres de la naturaleza. El arpa tiene dentro, en su alma, toda la música, y para sacarla sólo se necesita alguien que aprenda a tocarla. Los álamos de plata hablan cuando sopla el viento, hablan de Dios, del amor, de la muerte, de la alegría eterna…; pero son, eso sí, muy caprichosos, sólo hablan cuando el viento es del sur. El sur es justo la clave.
Yo estaba como sobre el suelo, con todos los poros de mi cuerpo erizados. Y de repente, los saltos de una urraca, junto a mí, me despertaron del sueño que había tenido bajo unos álamos blancos.
Maestro, todo aquello fue un sueño, —¡un sueño inolvidable!—. Recogí allí mismo una muestra de suelo para analizar sus nematodos y volví al laboratorio. Y aunque le parezca increíble, la muestra de suelo que tomé de aquel sitio donde soñé la República de Monsalud, justo allí, tenía numerosos ejemplares del nematodo Xiphinema diversicaudatum, la especie que inútilmente llevaba buscando desde hacía más de cuatro años por los campos de Badajoz.

Mis investigaciones sobre nematodos han terminado. Ahora, por fin, he podido diseñar un buen modelo de producción agraria que sirva a los agricultores de Extremadura, pero ya no estoy muy seguro de si la solución al atraso del mundo rural está en resolver problemas de ingeniería o en conseguir, al igual que en la República de Monsalud, que los niños aplaudan las puestas de sol.

12-10-03.

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