“Los pinares de la sierra”, 178

Por Dionisio Rodríguez Mejías.

3.-Preparando el terreno.

Velázquez bajó las ventanillas para que disfrutaran del aire de la mañana y, conduciendo sin prisas, se dirigió hacia el interior de la finca, para que mientras hablaban de negocios, sus invitados contemplaran la piscina, la zona deportiva, las pistas de tenis…

―Veo, señor Barroso, que el negocio de las salchichas marcha viento en popa ―dijo Velázquez, cediendo el protagonismo al industrial—.

―No me puedo quejar. Hace unos años compré una nave de quinientos metros y, para dar sensación de modernidad y de progreso, la construimos con materiales casi transparentes en el polígono Comtes de Ripoll, a unos veinte kilómetros de Vich. ¿Sabe usted? Contándonos a mi mujer y a mí, tengo una nómina de treinta y dos personas, la mayoría sin contrato, y gracias a eso las cosas marchan cada día mejor. ¿Qué le parece?

―Una política empresarial muy acertada ―le apoyó Velázquez―. ¿Para qué nos vamos a engañar? Ese es el secreto de trabajar con jóvenes. Como aún les queda mucho tiempo para la jubilación, no les preocupa la seguridad social. ¿Verdad que sí?

―Veo que me comprende. Y usted, ¿a qué ha dicho que se dedica?

―En realidad, a mí me hubiera gustado ser ingeniero o arquitecto, pero mi familia era de origen humilde y no pudieron darme estudios.

―Pues por el coche que lleva, nadie diría que le va mal en la vida.

―Bueno, ya sabe, se trata de mantener eso que ahora llaman imagen. En la escuela era el que sacaba las peores notas, y a los catorce años empecé a trabajar con mi padre, que era albañil. Él me enseñó los secretos de la profesión. Es decir, que nací para triunfar.

Al ver la cara de Barroso, Velázquez creyó conveniente hacer la aclaración.

―Ya conoce el dicho: último en la escuela primero en la vida. Aquí donde me ve, nunca fui capaz de sacar un aprobado en matemáticas; en cambio, sé combinar la arena y el cemento para hacer el mortero, revestir fachadas, aplicar el revoco, preparar los forjados, levantar un tabique de ladrillo hueco, sin necesidad de nivel…, etc. En fin no quiero cansarle; la vida de un albañil no es una película de aventuras. Pero a los que no nacimos en buena cuna, no nos queda más remedio que espabilar. ¿Estamos de acuerdo?

―Sí, señor. Yo tampoco era buen estudiante, y mire adonde he llegado sin necesidad de las matemáticas. Los dos gozamos de una excelente posición, y eso no se consigue aprendiendo la lista de los Reyes Godos. ¿Verdad que me entiende? Y, si me permite la pregunta, usted ¿cómo empezó?

―Locuras de juventud, amigo mío. Al venir de la mili, junto a un compañero de mi regimiento, que era maestro de escuela, conseguimos un préstamo bancario y compramos un solar en cabo Salou. Apenas tenía valor, porque a la gente lo que le gusta es una casa con un huerto al lado para sembrar patatas, y aquello era un pedregal en el que no crecía ni la mala hierba. Así empezamos; dinero no teníamos, pero el maestro se inventó un nombre sonoro y original: Apartamentos Afrodita. Colocamos un cartel anunciando la venta de la primera fase, y en poco más de un mes ya teníamos dinero suficiente para pagar el préstamo, la preparación del terreno y la cimentación. Era asombroso. Recibíamos llamadas hasta del extranjero. Mi colega, un muchacho al que lo único que le preocupaba era si las cartas comerciales estaban redactadas correctamente, y que hasta entonces se había pasado la vida enseñando a sus alumnos los ríos de España y la tabla de multiplicar, ahora solo hablaba de inversiones y rentabilidad. Se empeñó en que canceláramos el crédito bancario, pero yo me negué. ¿Sabe qué hice? Antes de que la noticia corriera por la zona, solicité una segunda hipoteca y compré los terrenos de alrededor para hacer un gran complejo residencial. A él le daba mucho miedo asumir riesgos y un día me propuso dejar la empresa. Le entregué casi todo el dinero en efectivo de que disponía, pero a partir de entonces no tuve que consultar con nadie mis decisiones. Los socios no son una buena cosa. ¿Sabe? Es verdad que al principio pasé alguna noche sin dormir, pero cuando la gente vio que las obras seguían adelante, confiaron en la empresa y aumentó el ritmo de ventas. A la segunda fase, Atenea, le subí el precio un veinticinco por ciento; y luego vino una tercera y una cuarta hasta un total de doscientos apartamentos que me dejaron un buen puñado de millones, sin haber puesto un céntimo de mi bolsillo. ¿Qué le parece? Pero lo bueno es que no tuve que gastar un duro en publicidad: los apartamentos se vendían solos.

roan82@gmail.com

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