Por Dionisio Rodríguez Mejías.
4.- Un inagotable repertorio de mentiras.
Llegaron al restaurante casi a las diez y media, las mesas estaba a punto, los vendedores acomodaron a las familias y, a los pocos minutos, el local se llenó del murmullo y las conversaciones de los excursionistas y sus acompañantes. Aquello parecía una colmena. Sirvieron los cafés, se encendieron los primeros cigarrillos, se desplegaron los planos sobre las mesas y empezaron a hablar de precios de venta y condiciones de pago. A los pocos minutos, Mercader se puso en pie con el carné de identidad de su cliente y tres mil pesetas en la mano, gritando para que todos lo oyeran: «Parcela seiscientas cuarenta y ocho, vendida». Poco después se cantó otra ―falsa, por supuesto, como la anterior―. Pasó Paco por las mesas para felicitar a los compradores, les invitó a una copa de cava y siguió saludando al resto de familias y entregándoles la cámara fotográfica. No tenía prisa; volvió al cuartucho, donde informaban los vendedores y, a las doce menos cuarto, dio tres palmadas, se levantaron las primeras mesas y los pasajeros subieron a los autocares para ir a la urbanización.