De princesas iberas y bravas mujeres

Por José Luis Rodríguez Sánchez y Daniel García Parra.

En el centro de la plaza del Pópulo en Baeza (Jaén), preciosa ciudad Patrimonio de la Humanidad, encontramos una recoleta fuente que remata una estatua femenina muy antigua a simple vista. Si preguntamos a los baezanos, nos dirán que es una estatua de la Virgen. No es de extrañar. Desde la cristianización más o menos voluntaria de la península, hemos traspasado a la beatería mariana toda aquella tradición, o su manifestación, referida a lo femenino.

Fuente de los Leones

Así, los lugares que desde la prehistoria fueron centros de culto a la diosa madre (marismas, fuentes, grutas, cabezos, robles centenarios) hoy son lugar de adoración a María en cualquiera de sus miles de advocaciones o incluso, si hay pastorcitos de por medio, enclaves de misteriosas apariciones. Lógicamente se incluye en esta premisa toda manifestación artística, desde las vírgenes negras hasta imágenes femeninas que no sabemos muy bien cómo clasificar.

Pero la imagen a la que me refiero, la que domina la fuente de los Leones, no es la Virgen. Ni siquiera una virgen, puesto que se trata de una mujer casada. Es Imilce o Himilce, esposa que fue de Aníbal, nada menos, el cartaginés que completó la conquista de la península ibérica iniciada por su padre Amílcar, metiéndonos de patas en la historia. Y el general que puso de rodillas a Roma y sus legiones.

Es muy posible, por lo poco que de ella sabemos, que fuera una princesa ibera nacida en Cástulo, ciudad cercana a la actual Linares. Por lo tanto, su matrimonio tiene visos de encuadrarse en la política de amistad que Aníbal procuró con los indígenas hispanos. Cuando el general tuvo a punto la invasión de Italia atravesando los Alpes, embarcó a su familia en el puerto de Cádiz rumbo a Cartago, buscando su seguridad. La despedida de Imilce de su marido nos la relata Silio Itálico de la siguiente manera:

«¿A mí me impides acompañarte, olvidado de que mi vida depende de la tuya? ¿En tan poco estimaré el matrimonio y la cesión de mi virginidad, como para fallarte en subir contigo montañas? ¡Confía en la hombría femenina! No hay fuerza que supere al amor conyugal.

Pero si sólo soy juzgada por mi sexo, y has resuelto despedirme, me avengo y no interpongo demora al destino. Que la divinidad te asista, hago votos.

Marcha con buen pie, marcha con el favor de los dioses y conforme a tus deseos, y en la batalla, en el sangriento combate, acuérdate de mantener vivo el recuerdo de tu esposa y de tu hijo».

(Púnicas III, 109-127).

 

Precioso texto en el que llama la atención esta mujer de pelo en pecho (utilizando expresión cervantina) que habla de su hombría femenina, de la cesión de su virginidad –lo siento por los baezanos “marianistas”– como respaldo para aguantar duras pruebas y, sobre todo, que de alguna forma se revuelve contra la discriminación por su sexo a la que se ve sometida.

En la historia que nos explicaron aquellos curas que intentaron a veces ineducarnos, no aparecían heroínas. Como mucho, Isabel la Católica y Agustina de Aragón, enseñas patrias del imperio hacia Dios. Pero hay toda una galería de mujeres duras, montunas, bravías, a las que no hay que olvidar y de las que hay mucho que decir: la comunera María Pacheco que puso a raya a todos los nobles matasietes de Carlos V; doña María la Brava, salmantina que supo tomarse cumplida venganza del asesinato de sus hijos cuando justicia e iglesia la despreciaron; doña Tota, reina de Navarra que no dudó en ponerle los puntos al mismísimo Abderramán III para salvar a su hijo Sancho el Craso; Dolores Ibarruri alma de la resistencia de Madrid frente a los fascistas; Federica Montseny, Victoria Kent, Clara Campoamor y así una larga lista de reales hembras que desmienten aquello de que la mujer en la historia no ha tenido un papel sino un trapo de limpiar sólo porque han sido hombres los que la escribieron. Entre ellas incluyo a Imilce y, en su recuerdo, os he dado la paliza.

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