“Los pinares de la sierra”, 177

Por Dionisio Rodríguez Mejías.

2.-El cuento.

A Paco le decía el corazón que, seguir con el asunto de la barbacoa, les llevaría a buen puerto y empezó a entrar en detalles. Se ofreció a encenderla personalmente con carbón de encina, que era la que hacía mejores brasas y daba mejor sabor ―según él―. Y Barroso se ofreció a suministrar salchichas hechas en casa, mucho más sabrosas que las alemanas, sin punto de comparación.

―¿Cómo es eso? ―preguntó Paco― Tendrá usted alguna fórmula secreta, ¿no?

―Sí señor ―se adelantó la señora―; las elaboramos a partir de carne de cerdo, picada, muy fina, religada con vaca, pollo y pavo. Luego las aderezamos con pimienta blanca, sal y pimentón, y las dejamos reposar antes de proceder al relleno. ¿Qué le parece?

―Manjar de dioses, señora ―suspiró Portela―. La boca se me hace agua, solo de pensarlo, y más a estas horas de la tarde.

―No lo malinterpreten ―intervino Barroso―. Nosotros no trabajamos; la faena la hace el encargado y los tres turnos de chicas que tenemos.

―¿Tres turnos de chicas? ―preguntó Portela con ironía―. Caray, con el señor Barroso.

―No es lo que usted piensa ―respondió con visible vanidad―. Lo hago porque las mujeres solo cobran la mitad que los hombres. ¿Me comprende? Para sacar una empresa adelante no queda más remedio que controlar el gasto, si tenemos en cuenta lo cara que se está poniendo la vida.

―Mi marido es un águila para los negocios ―dijo la señora con satisfacción—.

―No exageres ―respondió Barroso―. Lo que ocurre es que hay mujeres que desarrollan su trabajo tan bien como los hombres, y por eso tienen prioridad.

―Perdón, señor, ¿podría darme su teléfono? ―solicitó Fandiño, que no se perdía ripio de la charla―. Es que, si todo sale como espero, en los próximos meses inauguraré un mesón en Galicia, y allí son muy apreciados los productos catalanes.

Hubo una leve pausa, Barroso sacó de la cartera una tarjeta de visita, se la entregó a Fandiño, y Velázquez, que hasta entonces no había tomado parte en la conversación, le siguió el hilo a la señora con el asunto de las salchichas.

―¿Me permite una sugerencia? ¿Ha probado a bañarlas en cerveza, con una pizca de cebolla cortadita? Cuando la piel empieza a abrirse, se echan a la parrilla y se les da la vuelta cada cinco o seis minutos. No hay nada más sabroso. Pruébelo señora; por favor, se lo aconsejo.

―No me llame señora, me llamo Elisenda Salarich, pero llámeme Eli, que hace más fino. ¿Es usted del negocio?

―Muchas gracias ―respondió Velázquez con una inclinación de cabeza―. Yo me dedico a la construcción, algo menos sabroso y mucho más problemático.

―Y esta señorita tan guapa, ¿es hija suya?

―Ya está bien, Eli ―cortó Barroso―; no agobies al señor.

―Ni mucho menos; Eli puede preguntarme lo que quiera. La señorita Claudia es mi secretaria. Una persona de mi absoluta confianza, como de la familia.

―Lo digo porque tiene su misma cara.

Todos, menos Claudia, apoyaron sus palabras con movimientos afirmativos de cabeza, hasta que Portela hizo un guiño a Velázquez y se dirigió a Barroso.

―Y hablando de comida, ¿por qué no nos acompañan al restaurante? Habíamos reservado mesa para cuatro, pero donde comen dos pueden comer más. ¿No le parece? Así tendrá tiempo de enfriarse el coche del señor Soriano.

―Yo creo que no será cosa de importancia ―respondió él―. En Barcelona, anda como una seda. Por cierto, ¿por qué no empujan un poco y lo sacamos de la calle? No vaya a ser que pase un tractorista, como loco, y lo acabe de arreglar. ¿Vale?

Entre Fandiño y el charcutero sacaron el Dodge Dart de la carretera y, al terminar, Claudia abrió la puerta delantera del Jaguar para que Barroso se sentara con Velázquez, y la señora en la parte trasera, junto a ella.

―¿No les gustaría dar un paseo por la urbanización? ―preguntó Claudia al matrimonio—.

―Ya que estamos aquí, nada nos cuesta ―respondió Eli—.

roan82@gmail.com

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