“Los pinares de la sierra”, 172

Por Dionisio Rodríguez Mejías.

3.- ¡Adelante, señores! La fiesta acaba de comenzar.

El domingo por la mañana, la oficina era una olla de grillos. Paco llegó media hora antes por si alguno de sus vendedores se dormía y se quedaba solo en la cara del morlaco. A la hora de recoger las carpetas, hubo cierto barullo: a Roderas y a Mercader les faltaban planos y se los quitaron a un par de novatos, que fueron a Portela con el cuento y tuvo que ponerse serio para restablecer la calma. El problema era fácil de explicar; aquel día había más comerciales que de ordinario y, con tantos asuntos a los que acudir, a Paco se le olvidó encargar otros juegos de planos. Por lo demás, se notaba que era un día especial: todos iban muy limpios y aseados, vestían ropa deportiva ―pantalones vaqueros y jerséis de colores vivos, la mayoría―, excepto Roderas, que llevaba un pantalón beige y una cazadora de ante muy apropiada para salir al campo. Mercader apareció sin afeitar, con una americana de pana de color verde, gafas de sol y la colilla de un puro apagado en la boca. Al terminar de actualizar los planos, Paco les echó un discursillo a los del equipo; alguno bostezó de hambre o de sueño, pero consciente de lo que se jugaba aquella mañana, Portela no le llamó la atención y siguió hablando como si tal cosa.

―Pensad que la vida es como una noria de esas que recorren los pueblos en verano. Empiezas a dar vueltas y tan pronto estás arriba como abajo. Lo importante es aspirar a vivir en la cima y hacer cualquier cosa para persistir en las alturas. ¡Muchachos, adelante; la fiesta acaba de comenzar! Somos los mejores.

Poco después de las ocho, bajaron a la calle en aquel destartalado ascensor y entraron en Los Intocables, muy animados. Pidieron carajillos de anís, de ron, de coñac… Se jugaron las consumiciones a los chinos, bromearon y armaron la habitual algarabía, mientras esperaban la llegada de los autocares que, a las nueve menos cuarto ―con la puntualidad acostumbrada―, aparcaban en fila, junto a la acera. Bajaron los chóferes, se pusieron a pasear con sus cigarrillos en la boca y las manos en los bolsillos, hasta que llegaron los primeros invitados. Los veteranos más avispados sonreían a los clientes, con expresión franca y acogedora para disimular lo golfos y lo caraduras que eran. Los novatos, con la mirada ingenua e ilusionada, convencidos de que ―como les había dicho el señor Portela― la vida era una noria y ellos aspiraban a vivir en la cima, iban dispuestos a cualquier cosa para comprarse un descapotable como el del señor Soriano y salir con chicas tan despampanantes como la señorita Méler, la tía más atractiva que habían visto en su vida.

Antes de arrancar, uno de los chóferes se acercó a Paco y le dijo que aquel día tardarían algo más en llegar a la finca, porque a uno de los autocares acababan de ajustarle la culata y, para evitar problemas, no era conveniente forzarlo más de la cuenta. Paco no sabía a ciencia cierta en qué consistía ajustar la culata del vehículo, pero imaginaba que el conductor quería avisarle de que si corría demasiado habría que bajar a la gente del autocar y esperar a otro que estuviera en mejores condiciones. Solo le faltaría eso; que, cuando llegara Soriano con su cliente, se encontrara a los pasajeros tirados en la carretera, vociferando contra la empresa. Pero tenían tiempo de sobra: había acordado, con Velázquez y la señorita Claudia, que llegarían a la finca hacia las doce de la mañana para coincidir con Soriano, que aparecería con el cliente a la misma hora. Afortunadamente, hacía un día espléndido y, posiblemente, hasta en las parcelas de Gálvez brillaría el sol a aquellas horas de la mañana.

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