Por Fernando Sánchez Resa.
Como todos sabemos, el cine es una ventanita que sirve para espiar cómo viven los otros y cuánto misterio encierran los seres humanos…; y para eso asistimos al Hospital de Santiago el jueves, 3 de abril de 2014, los cinéfilos de turno, puesto que nos lo venían anunciando tanto el cartel del ciclo cinematográfico como el boca a boca: que seríamos impactados por la película Séraphine (2008), dirigida por Martín Provost, al ser cruda y descarnada, con un final desgraciado; como la propia vida de esta pintora francesa que triunfó pictóricamente, sin que le llegara el glamur del éxito estando cuerda.
La tarde, desde el cambio de hora, se había hecho más larga y luminosa; por lo que Andrés aprovechó para anunciarnos que, después de Semana Santa, empezaríamos a las ocho de la tarde, en lugar de a las siete y media, ya que (incluso ese día) el sol hizo su aparición en la sala cinematográfica por el ventanal izquierdo, como un molesto espectador que se plantó por momentos en pantalla, demostrando, tal vez, el ansia desaforada del astro rey por visionar (también) esta intimista obra cinematográfica. A su vez, Andrés nos explicó que este filme había ganado siete “Césares” (galardones que otorga la Academia francesa de cine), en concreto: a la mejor película, guión, música, fotografía, dirección artística, vestuario y actriz (a la belga Yolande Moreau); y que, en 2009, la Asociación de Críticos de Los Ángeles la había corroborado como Mejor Actriz. Una vez vista esta peli, creo sinceramente que se los merece, ya que el personaje de la pintora es laborioso y difícil; y Yolande Moreau, lo borda…
Es un biopic (‘biografía cinematográfica’) de la vida de la pintora francesa Séraphine de Senlis (1864-1942), que tuvo un existencia difícil, marcada por la tempranísima muerte de sus padres (la de su madre, cuando apenas había cumplido doce meses; la de su padre, seis años después) y por una extrema pobreza que la forzó a trabajar desde niña como pastora y, más tarde, como limpiadora en distintas casas de Senlis, localidad del Oise, al norte de París; hasta que fue descubierta por un marchante, galerista y amante del arte: Wilhelm Uhde (Ulrich Tukur), siempre fascinado por los pintores modernos e ingenuos, que la encumbró y fue el responsable de su triunfo en París. Séraphine aprovechaba sus ratos libres y la soledad de su cuarto, para mantener una actividad frenética que la mantenía ocupada por las noches, volcando su desbordante imaginación en unos lienzos que decoraba con motivos vegetales y otras curiosas formas.
Toda la película transcurre lentamente, con un tempo diametralmente opuesto al que nos quieren imponer las nuevas y actuales películas de acción, donde el corazón lo tienes a muchas revoluciones; aquí no, pues con escasos travellings (‘desplazamientos de la cámara’) y bellas panorámicas, Martín Provost va confiriéndole un tono intimista, siendo cada fotograma una preciosa obra de arte, principalmente por la esmerada fotografía de Laurent Brunet que es una parte esencial de la película. Toda ella es una creación pictórica por la lentitud de sus movimientos, sus encuadres y enfoques plásticos, tanto del ambiente pueblerino como de los interiores de las viviendas, y de las propias escenas de la naturaleza que ella (Séraphine) sutiliza con su personal estilo naíf e impresionista. Inolvidables son los planos en los que la pintora pasea por el campo y un enorme y frondoso árbol inunda la pantalla o aquella otra secuencia en la que se muestra a las lavanderas en el río. Hay dos momentos, especialmente tiernos, en los que ella busca cariño: cuando asciende a las ramas de un árbol como la niña que se sube a los brazos de su padre y cuando se baña en el río, desnuda, abrazada por las aguas. La escena final puede servirnos de alegoría, mostrándonos lo pequeño que es el ser humano ante la inmensa naturaleza, invitándonos a ser humildes, pues ella nos da “sopa con hondas” en belleza, bondad, modestia… Vamos, ésta es la lectura que hicimos algunos de los contertulios cinéfilos que vimos la película. A lo mejor usted, amable lector, cuando la vea, opina de otra manera…
El marco histórico está perfectamente escogido para hacer verosímil la historia. La película está rodada con gusto exquisito y técnicamente es excelente. A destacar su banda sonora y la magnífica interpretación de todos los actores. El colorido de todas las imágenes está sumamente estudiado, pudiéndose apreciar: la pobreza en la que vive y se desenvuelve esta mujer, que sólo gana un poco dinero sirviendo y lavando ropas a los demás, casi siempre con el mismo atuendo y calzado; la soledad extrema en la que vive; y cómo desarrolla su arte en soledad, ya cansada y en su casa, a altas horas de la noche, canturreando canciones religiosas en latín, que debió haber aprendido en su infancia o juventud…
Provost compone secuencias trazadas sin urgencia, que se recrean, teñidas en tonos pasteles, describiendo objetos, paisajes, costumbres de sus pobladores, cual si fuese un ejercicio de catalogación etnográfica. También está muy bien descrita la personalidad introvertida de Séraphine Louise: hipersensible, detallista, silenciosa, frágil, solitaria, intimista, distanciada, contemplativa… y que no suele mirar a los ojos cuando se le habla, debido a la gran timidez y complejo de inferioridad que padece.
Al término de la sesión cinematográfica, aquella primavera lluviosa quiso reafirmar el famoso proverbio: En abril, aguas mil (y todas caben en un barril…), puesto que las canales del patio santiagués desaguaban con urgencia, ruido y poderío, advirtiéndonos que nuestra vuelta a casa iba a ser mojada y demostrando que también el cielo lloraba por la gris y triste vida, con peor final, de Séraphine, como todos los asistentes, a pesar de haber aplaudido finalmente sin ganas, reconociendo que esta gran película había sido fiel reflejo de los auténticos y duros avatares de esta introvertida y desconocida artista…
Úbeda, 5 de julio de 2016.