“Moulin Rouge”

Por Fernando Sánchez Resa.

El jueves, 27 de marzo de 2014, tuve la oportunidad de escuchar durante 123 minutos la pronunciación inglesa (que no la francesa, como me hubiese gustado), asistiendo a la proyección, en VOSE (‘Versión Original Subtitulada en Español’), de la película estadounidense Moulin Rouge (Molino Rojo, 1952), de John Huston, rodada en el Reino Unido; aunque perdiéndome algún que otro detalle al tener que fijarme simultáneamente en la imagen y traducción en español.

Comenzó Andrés, nuestro más solícito maestro cinematográfico, dando las explicaciones pertinentes para que comprendiésemos la película que íbamos a visionar, resaltando que era una biografía dramatizada (biopic) de la vida del pintor y cartelista Toulouse Lautrec, que vivió en el Montmartre de finales del siglo XIX, y en la que su director intenta retratar el mundo de los impresionistas franceses usando el color de una forma desacostumbrada.

Empieza el filme con unas cartelas del famoso Moulin Rouge, donde pinta y bebe sus cotidianos mejunjes (de coñac y absenta) nuestro protagonista, y mediante diferentes flashbacks (‘recuerdos con escenas retrospectivas’) va contando, en primera persona, su vida infantil y juvenil, cuando queda ocasionalmente varado en una cama, tras un accidente fortuito, que le va a condenar a ser enano (1,52 m) toda su vida, porque las piernas no le crecerán más. Debido a ese defecto físico, a pesar de pertenecer a una familia adinerada y noble, marchará a los bajos fondos de París para tratar de ser independiente, valiéndose de su arte, pero sin olvidar nunca la ansiedad y el desasosiego de querer tener una amor normal, con una mujer que lo quisiera tal cual era; por eso, quedará enganchado a una fulana que le hará más difícil su camino en la vida. Entremedias, saldrán el castillo de Chambord y algunas imágenes parisinas con la famosa Torre Eiffel de fondo, trayéndome muchos y gratos recuerdos de los viajes hechos por el país vecino, que está tan lleno de encanto y dulzura, y al que nunca me cansaré de volver. En definitiva, el cineasta Huston nos muestra las dos caras de un mismo personaje: el fracaso como hombre y el triunfo como artista, gracias a la perfecta interpretación de José Ferrer.

¡Qué poco tiene que ver este filme con el musical Moulin Rouge (2001), del australiano Baz Luhrmann!; quizá lo único que compartan sea una paleta de colores vivos, pese a que la historia que nos cuenta Huston sea mucho más triste que la de Luhrmann.

Sabemos que, a principios de los años cincuenta del siglo pasado, el cine decidió volver a acercarse a la pintura, especialmente a la pintura impresionista; y en medio de ese curioso caldo de cultivo es cuando nace esta obra fascinante de John Huston que es una desgarrada reflexión sobre la vida y el arte. La maravillosa secuencia inicial del cancán, la interpretación y belleza de Zsa Zsa Gabor, juntamente con las de las dos bailarinas ordinarias del Moulin Rouge, la descripción de los bajos fondos parisinos en unas cuantas pinceladas, a la vez que la de los bailarines asistentes a este lugar de alterne…, ofrecen una explosión de color inspirándose en los lienzos del pintor, recreando asombrosamente sus espectaculares números musicales y el mundo de las tabernas, prostíbulos y cabarés.

Hay, en esta producción cinematográfica, al igual que en El loco del pelo rojo sobre Vincent Van Gogh, un bello muestrario de las originales creaciones de Henri de Toulouse-Lautrec con ese colorido tan especial que saben imprimir Huston y, su fotógrafo y operador, Oswald Morris al estilo del propio artista, mediante la sencillez de las formas, la desenvoltura dramática de sus personajes y su contacto con el placer y la alegría de vivir; mostrando escenas de cabaret realmente llenas de ritmo y música y consiguiendo captar a la perfección el simbolismo, las luces y las sombras, y la esencia de uno de los lugares favoritos de la sociedad burguesa parisina. Tan creíble fue todo su metraje que llegamos a pensar que sus fotogramas habían salido de los cuadros de Toulousse-Lautrec y que habían adquirido vida propia para que disfrutásemos de sus cancanes, llenos de picardías y colores, de la recreación maravillosa de ese mundo y de los personajes con los que se relacionaba y pintaba este artista, haciéndonos dudar si es que su pintura se había hecho realidad o viceversa…

Al salir de la proyección, me sentí extrañado porque, siendo las 21,30 h, no había nadie en la calle Nueva y rúas adyacentes; hasta los inmigrantes habían desaparecido del nuevo Pasaje Victoria. Daba repelús salir a estas horas de la noche, pues no sabías con quién te podías topar en la penumbra; y eso que eran calles céntricas. ¿Qué podría ocurrir en los callejones, plazuelas y callejas solitarias…?

Todos los espectadores estábamos con el ánimo por los suelos, a pesar de haber aplaudido cuando habíamos visto The End en pantalla, pues había sido una nueva película en la que la triste historia se repetía, por tercera vez, en este ciclo (“La pintura en el cine”): la desgraciada vida de un gran pintor francés ‑como antes fueron la de un italiano (Modigliani) o la de un holandés (Van Gogh)‑, que triunfa con su arte en el lecho de muerte, gracias a su particular forma de pintar y/o crear, y que es famoso por los carteles que elaboró sobre el famoso Moulin Rouge parisino; y que hoy podemos admirar en el Museo del Louvre y en su propio museo Toulouse-Lautrec, en el Palacio de la Berbie de Albi.


Por ello, volvimos a llegar a la misma conclusión, cuando hicimos nuestro particular y callejero cinefórum: «La mejor vida es la que lleva un ciudadano normal, con un trabajo corriente y teniendo una familia que le ame». ¡Qué mayor felicidad que esa!; pero claro, no es tan novelable ni aventurera como la de cualquier famoso que ha sido desgraciado durante gran parte de su vida, pasando “las del ramal” como decimos por aquí, (que supongo viene de la expresión «a ramal y media manta: con pobreza y escasez»), muriéndose de hambre y miseria, careciendo de alguien que bien lo quiera y cuide… Parece condición imprescindible, si se pretende ser alguien importante, especialmente en el arte, ejercer de bohemio o de personaje con graves problemas o vicisitudes personales, familiares y/o sociales, pero sabiéndolos sublimarlos, alambicándolos en un arte nuevo, creando de una manera diferente o recreando un estilo que impacte, aunque sea después de muerto, alcanzando (al fin) la ansiada fama… ¡Una pena; qué le vamos a hacer!

Úbeda, 4 de julio de 2016.

fernandosanchezresa@hotmail.com

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