Crónicas de la soledad, 03

Perfil

Por Mariano Valcárcel González.

Él era el cuerpo y el alma de aquella empresa.

Al menos así lo había venido sintiendo y entendiendo durante tantos años en los que allí trabajó. Era, o suponía serlo, la columna vertebral en que se sustentaba todo aquel entramado.

Cierto que él era un empleado, ¡pero qué empleado!

La empresa la había fundado don Hipólito, allá en las postrimerías del diecinueve. El tal venía de enriquecerse con las desamortizaciones y ahora empleaba sus ganancias en dos acciones de suma importancia: la primera, consolidar el negocio al que sacarle más beneficios y que sirviese para herencia segura de sus descendientes; la segunda, asegurarse él mismo la paz de su alma haciendo, ahora, donaciones a la Iglesia y demostraciones públicas de su sólido arrepentimiento. O sea, que a Dios rogando y con el mazo dando.

Bueno, tras años de consolidación y desarrollo durante todo el siglo veinte, la empresa, en apariencia, había conseguido ser puntera en su territorio de influencia y se expandía en ansias de conquista de mercados.

Él había entrado, muy joven, como chico de los recados y ahora era un tío importante. Llevaba, o creía haber llevado, todo el peso contable y ejecutivo del negocio. El personal lo trataba con distante respeto: «Don Pascual esto, don Pascual lo otro, don Pascual si usted pudiera…, don Pascual…».

¡Qué bien le sentaba aquel “Don Pascual”! Le hacía esponjarse, hincharse como un pavo. Siempre aparecía, por las oficinas, con traje y corbata y no consentía en su entorno ni desaliños ni malas formas; menos todavía, palabrotas, ¡y absolutamente prohibido hablar mal de los dueños!

Los dueños cumplieron fielmente lo que se viene diciendo de cualquier empresa nacida del fervor laborioso de algún sujeto inquieto: el fundador trabajó duro para levantarla, los hijos aumentaron el negocio, sus nietos ya vivieron de las rentas y los biznietos acabaron arruinándolo. Esto, así, se lo decía así mismo don Pascual. Ahora.

Los dueños vinieron a tener amplia confianza en él, lo dejaron hacer el frente de casi todo, o eso se creyó. Pascual, para los dueños, era quien dirigía al personal, hacía los balances, cuadraba las cuentas, supervisaba los pedidos o los hacía por su cuenta según estimase oportuno: «Pascual esto, Pascual aquello, Pascual pásame un cheque por valor de…».

Pascual siempre andaba allí, en su puesto. ¿Cuántos días libres se había pedido? Ni lo sabía, no por la cantidad de ellos solicitada, sino todo lo contrario, porque solo recordaba los de su boda y alguna visita al médico, que si no… Y lo mismo, que hacía para sí, lo aplicaba a los subordinados, siendo tenido por los mismos como hombre sin conciencia ni sensibilidad. Y nada de plantearle cuestiones de sueldos o de horas extras no abonadas, porque se lo llevaban los demonios.

Amigos en el trabajo no tenía. Subordinados sí. Y patronos. Su mundo era un mundo cerrado.

Los últimos años con el guirigay que habían armado los herederos por cuestiones de parte o influencia en el negocio, por diferencias de criterios en la forma de llevarlo o de afrontar los nuevos retos de los tiempos nuevos, por las herencias puras y duras, él se había visto en medio de un terrible fuego cruzado, no sabiendo ya a sus años cómo afrontar tales beligerancias. Todos querían que él hiciese lo que cada facción tenía en mente.

Como la presión era terrible, dio en ceder en lo posible a los deseos de unos u otros, unas veces en la certeza de que aquellos perjudicaban a la empresa y otras sin entender en realidad nada de nada, ni motivos, ni justificaciones. Así que él firmaba el papeleo que se le iba pasando desde algunos bufetes, o notarías, desde bancos o corredurías de bolsa para contentarlos a todos: «Pascual pásame los balances, Pascual firma estos poderes, Pascual dale un repaso a estas facturas y las metes como buenas…».

Todo lo hacía y lo firmaba.

Ahora estaba solo en una celda. Dándole vueltas a la cabeza, que le estallaba. Desorientado, perdido entre los sucesos de los últimos días, todavía sin comprender nada. Había ido la policía a la oficina y había empezado a revolverlo todo, a mirar los archivos, los ordenadores (que él apenas utilizaba)… Todo lo agarraron, tal que al igual que a él, metido en un coche camino de una comisaría. Lo único que creyó entender era que lo acusaban de delitos fiscales, falsedad en documentos, evasión de capitales, doble contabilidad, alzamiento de la empresa…

Miró a su alrededor y se encontró solo, terriblemente solo como nunca lo había sentido. En las horas que allí llevaba, no había aparecido nadie, ni los dueños, ni sus abogados… Le dijeron que estaba incomunicado hasta que el juez lo interrogase. Y el juez lo envió, sin muchos miramientos, al penal más próximo.

marianovalcarcel51@gmail.com

Autor: Mariano Valcárcel González

Decir que entré en SAFA Úbeda a los 4 años y salí a los 19 ya es bastante. Que terminé Magisterio en el 70 me identifica con una promoción concreta, así como que pasé también por FP - delineación. Y luego de cabeza al trabajo del que me jubilé en el 2011. Maestro de escuela, sí.

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