Por Jesús Ferrer Criado.
Nadie podía sospechar lo que ocurrió a continuación. El camarero puso sobre la barra una copa de coñac de esas de balón, de las que llenan la mano, descorchó una botella nueva de coñac y sirvió una cantidad generosa de líquido. Mientras nosotros tomábamos nuestras bebidas con cierta parsimonia, porque ya empezábamos a sufrir el efecto de las anteriores, Ricardo le dio dos tragos cortos y espaciados a la suya y, tras una breve pausa, la apuró de golpe y pidió otra copa que engulló también en el acto. Sacudió la cabeza, suspiró con satisfacción y pidió otra más. El camarero lo miraba asustado, porque ni siquiera le daba tiempo a soltar la botella. Todos nos quedamos alelados mirando a Ricardo que, de espaldas a nosotros, ignorándonos por completo, estaba fijo frente a la barra, mirando la copa, hipnotizado. Tres copas más cayeron antes de que reaccionáramos. Se había bebido seis copazos en un santiamén. Fue Bartolo el que, a la vez que le pedía al camarero que no sirviera más coñac, se fue para Ricardo y le dijo con la voz quebrada, cogiéndolo por los brazos: